En la Sagrada Escritura se entiende por justicia el estado del hombre para el cual ha sido creado; un hombre justo es, pues, aquel que ha acomodado, que ha transformado su existencia, de tal forma que es lo que debe ser. Todo él está en sintonía con el plan de Dios. En él no hay distorsiones ni colores falsos; todo es auténtico, con denominación de origen. Así, cuando decimos que algo es auténticamente japonés, decimos is made in Japan, parafraseando nuestra forma actual de hablar, un hombre es justo cuando es auténtico, es decir, cuando is made in la Santísima Trinidad.
En nuestro lenguaje común justicia tiene que ver con el hacer; es decir, decimos que alguien es justo cuando actúa de forma equitativa, por ejemplo, y entonces decimos «este hombre es justo porque ha actuado con justicia». Fíjense que decimos que es porque ha actuado, ha hecho, justicia. Así, un juez podrá ser un desalmado en su vida privada pero puede actuar con justicia y decimos: «esa persona es justa» (no importa que sea en su interior un pervertido)
En la Biblia, sin embargo, justicia tiene que ver más, en primer término, con el ser, y luego, en segundo término, como consecuencia, con el hacer. Así, una persona que sea un desalmado nunca podrá actuar con justicia: alguien actúa con justicia porque en su interior es justo. Su interior está en sintonía con la voluntad de Dios y la consecuencia es que vive en paz, es feliz, en su vida todo le cuadra, le salen las cuentas. La justicia tiene que ver con la santidad. Un hombre es justo porque es lo que está llamado a ser, es decir, santo. Su actuar es coherente con lo que es y, por tanto, es un hombre de paz, de misericordia, de perdón, de equidad…
Un hombre justo es el que ha sido formado, y continúa formándose, por la Santísima Trinidad. La Trinidad es su hacedor, el constructor de su carácter: Dios es su justicia, porque actúa en él y lo transforma dejándose él transformar.
Esta es la promesa que se nos hace en la primera lectura. Se nos dice que, por fin, Dios hará nacer a su Hijo, que Él será el justo, nuestro modelo, nuestro auténtico ser. Resulta que es posible, porque Él nacerá, se encarnará. Entonces te sentirás a salvo, es decir, feliz, porque Él será el que cambiará tu vida como de la noche al día, y además te dirá cómo lo hace; él será el alfarero que manejará tu barro y te construirá, con tu consentimiento, con denominación de origen; Él será el que te hará auténtico, el que acomodará lo que eres a lo que estás llamado a ser; Él será el que te haga made in Dios y entonces podrás decir: ¡por Dios, ahora soy feliz!
Esa es la promesa del Adviento. Por un lado, reconocer que no somos auténticos, que nos hemos falsificado; que en nuestras vidas han aparecido elementos que no tienen denominación de origen, algunos muy dolorosos, otros aparentemente adecuados…; otros a los que nos hemos acostumbrado de tal forma que forman parte de nuestra estructura, como los moluscos se pegan al casco de los barcos, formando ya una unidad con él, pero que no son del barco. Eso por un lado…Pero, por otro, ser capaces de mirar hacia el horizonte y descubrir el barco salvador que viene a rescatarnos de nosotros mismos.
A este respecto me acuerdo de una novela muy famosa de un autor inglés, William Golding El señor de las moscas. Narra la historia de unos niños ingleses que tienen un accidente de avión y van a caer a una isla solitaria del Pacífico. Inmediatamente necesitan organizarse y tras elegir al jefe, deciden que lo más importante es crear una hoguera y vigilarla, día y noche, por si algún barco en el horizonte pasa y así puedan ser rescatados. Poco a poco se van acomodando a la isla, a la caza…Se van volviendo más salvajes y la hoguera pasa a un segundo plano, hasta que la olvidan por completo y se apaga: ya no les interesa. Se vuelven unos contra otros hasta que incluso algunos mueren asesinados. Esos niños ingleses de alta alcurnia, se convirtieron en salvajes, dejaron de ser lo que eran. Dejaron de mirar al horizonte, dejaron de tener la hoguera encendida y se convirtieron en una falsificación de ellos mismos.
Esta isla en la que habitamos es tan particular que tiene sus propios astros, sus propias estrellas, su propio sol y su propia luna. Es un mundo que me he ido construyendo de cabo a rabo, de principio a fin. En ella tengo el control, la seguridad aparente; en ella, mi capacidad de amar y de ser amado se identifica, falsamente, hacia sí misma, hacia su interior: todo en ella está vuelta hacia sí, curvada hacia sí misma. Esta falsa seguridad es tal que me envuelve en sí misma y comienzo a dejar de mirar hacia el exterior, hacia el horizonte, dirigiendo mi mirada solo hacia su interior.
Jesús, en el Evangelio, nos llama la atención sobre el particular: «estén alerta, que no se entorpezca, que no se embote, su mente». Es decir, «no se adentren en la isla, no se pierdan dentro de ella, no se queden con su sol, su luna y sus estrellas…Vivan la aventura de querer salir de ella para adentrarse en la inseguridad de estar conmigo».
El Adviento es la invitación a mantener la hoguera encendida mirando hacia el horizonte: «ahí viene el Justo, el que me moldeará en lo que soy en realidad; el que hará, con mi consentimiento, mi vida coherente, santa, justa: él es mi justicia. Él cumplirá su promesa: todo podrá pasar, pero esta palabra suya jamás pasará, nunca dejará de cumplirse».
Como dice el salmo que propone la Liturgia de hoy: Él descubre el camino a los que tienen la hoguera encendida y miran al horizonte, es decir, a los que tienen la esperanza. La esperanza es la virtud por excelencia de la noche; es la virtud por excelencia de los que quieren llegar al nuevo día, de los que vivimos perdidos en una isla remota y queremos llegar a nuestro auténtico hogar.
«No, este modo de vida que llevo no es el auténtico; esta isla remota en la que he caído no es mi hogar: mi hogar es donde estás Tú, mi Dios. Tú dices que muestras el camino a casa. ¡Muéstrame el camino!… Y cuanto más miro al horizonte me doy cada vez más cuenta que el camino eres Tú mismo, de que la hoguera eres Tú, de que el mismo mar eres Tú. El camino se descubre cuando Tú mismo te descubres al que quiere encontrarte. Nada, pues me separa de Ti, solo mi propia isla en la que he caído y a la que me agarro como falsa seguridad, quedándome en ella».
Esta es la llamada del Adviento; una llamada a la que si respondo hará saltar por los aires esta isla que me encarcela, y que me hace ser lo que no soy; saltará y se hará trizas con su sol, su luna y sus estrellas; sí, será terrorífico, pero solo para ella, es decir, para todo aquello que no soy yo. Tú, alzarás la cabeza mirando hacia el horizonte y te sumergirás en mar cálido y acogedor de la misericordia divina, abandonándote a sus olas y movimientos; disfrutarás de la belleza del misterio de saberte invadido por la ternura indecible de Dios y entonces serás, por fin, libre.
Es Jesús quien viene hacia ti en el Adviento con poder, como dice el Evangelio; pero no olvidemos que el poder, la omnipotencia de Dios se manifiesta con la misericordia, la misericordia de querer rescatarte; él recorrerá los mares que sean necesarios para encontrarte: no olvides, pues, mantener tu hoguera encendida.
Tener la hoguera encendida y mirar hacia el horizonte: esto es lo que dice Jesús en el evangelio, con «velen y oren continuamente». La esperanza, la virtud de la noche, nos mueve a la oración y la oración incrementa nuestra esperanza.
Un día de 1903 Concepción Cabrera escribía:
«Es imposible hacer caber el amor de Dios en mi pobre alma, y lo que hago, es arrojarme yo dentro de ese mar sin riberas… dentro de esa inmensa hoguera… en el fondo sin fondo de la infinita esencia de Dios… »[1]
Ese es el Adviento: querer arrojarse en la hoguera en el mar del misterio de la ternura y la misericordia de Dios. Eso es lo que nos salva de nuestra isla: basta con quererlo, con desearlo. En María tenemos el modelo, la forma, el modo, el cómo. Y en otro día:
«—¿Qué quieres?, le decía yo muy a menudo. ¿Qué quieres, mi Jesús, qué quieres que haga?
Y hoy me va contestando:
— Que digas seguido así, de cuando en cuando, con todo tu corazón, actuándote: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, y en esa disposición, recibas todas mis disposiciones sobre ti. Haz esto mismo como jaculatorias durante el Adviento y sacará tu espíritu mucho fruto.»[2]
En un retiro con el grupo Maria Reina de la Paz en Jesus Maria tuve mi Pentecostes y ahora quiero lo que Jesus quiera de mi
Estimado Gabriel: esa es precisamente la respuesta concreta a un llamado auténtico. Una de las pruebas, quizá la más contundente, para saber si un llamado es auténtico es ponerse bajo la voluntad de Dios sin condiciones: a lo que él quiera, cuando él quiera y como él quiera. No hay que buscar lo que uno quiere sino lo que él quiere, como muy bien experimentas. Ahora, lo que necesitas es ayuda de un Director Espiritual: alguien que tú veas que te pueda ayudar a descifrar cuál será la voluntad de Dios en tu vida: no lo hagas solo. Saludos. Ánimo y adelante.