
La conversión en la vida es, en realidad, una vida de constante conversión, comenté el domingo pasado. Pero ahora la conversión es la aceptación agradecida para estar alegres en el Señor.
Dos sentidos tiene la conversión: el primero aplicado a todos nosotros que significa el paso del pecado a la gracia; pero sobre todo el segundo sentido: el cambio de mi proyecto, de mi manera de pensar, de mis horizontes o ideales, a los horizontes y proyectos de Jesús. Y esto es para todos incluyendo al mismo Jesús y a María.
Esta conversión nos lleva a un sentido de todo y para todo, como lo expresa José Luis Martín Descalzo en su soneto sobre la fe:
“En medio de la sombra y de la herida
me preguntan si creo en Ti. Y digo
que tengo todo cuando estoy contigo:
el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.
Sin Ti, el sol es luz descolorida.
Sin Ti, la paz es un cruel castigo.
Sin Ti, no hay bien ni corazón amigo.
Sin Ti, la vida es muerte repetida.
Contigo el sol es luz enamorada
y contigo la paz es paz florida.
Contigo el bien es casa reposada
y contigo la vida es sangre ardida.
Pues, si me faltas Tú, no tengo nada:
ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida.”
Ni habrá alegría desbordante por la espera de aquel que es causa de nuestra alegría; pasando, por supuesto, por la entrega generosa de la propia vida en la Cruz. Nadie tan alegre como Jesús en la Cruz. Desde luego no de esa alegría fácil y superficial que nos viene de ver cumplidos nuestros gustos y caprichos, sino la alegría profunda de cumplir el querer del Padre.
Descubro en las últimas palabras de Jesús en la Cruz una auténtica y definitiva conversión que culminará con la alegría de la resurrección pero ya como respuesta al reclamo de Jesús: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Nosotros que con frecuencia vivimos del reclamo permanente a Dios por lo que nos sucede, podemos esperar a dar el siguiente paso con Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Parecería fácil la aceptación que nos hace la liturgia de este tercer domingo de Adviento: ¿Quién no quiere estar alegre? Pero aquí se trata de “estar alegres en el Señor”. Esto lo convierte en una consecuencia de estar dispuestos a vivir el proyecto del Padre, a acompañar a Jesús en su camino de entrega hasta la Cruz, esto nos habla de una docilidad generosa a los impulsos del Espíritu Santo.
Sólo se puede “estar alegres en el Señor”, no como el cumplimiento de unas leyes, usos y costumbres; no con la constatación superficial que “Dios me quiere mucho porque me va muy bien en la vida”. No y mil veces no. La alegría del evangelio es diferente de la alegría del mundo.
La alegría del evangelio es pasión, entrega generosa sin esperar recompensas, trabajar a fondo perdido, ofrecer en cada instante la vida en el servicio a los hermanos, romper con los criterios fáciles de favores concedidos y de luces bonitas, aunque sean navideñas.
¿Tenemos que esperar a otro para ser felices? No, por supuesto que no. Porque, con Jesús, los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el evangelio.
Termina Jesús con una bienaventuranza más: “Dichoso aquel que no se siente defraudado por mí”. Jesús sabe, porque seguramente se lo contó su madre, que ya desde chiquito fue señalado como bandera discutida, signo de contradicción, piedra de tropiezo; y, por lo mismo, será para los que lo acepten la perla preciosa, el tesoro escondido, el camino, la verdad y la vida, el buen pastor, la luz del mundo, el pan bajado del cielo, la viva imagen del Padre. Amén.
P. Sergio García, msps