
Lo sabemos bien. El Nuevo Testamento afirma de muchas maneras, por activa y por pasiva, la convicción de que es imposible separar el amor a Dios del amor al hermano; que el criterio de verificación de que amamos a Dios se cristaliza en el amor al hermano[1]; que la experiencia de Dios no es auténtica si no se manifiesta en el amor al prójimo. Que es en el contacto con la realidad donde se verifica la autenticidad de nuestros deseos de Dios, de nuestros propósitos. Además, no se puede, es imposible, separar la cercanía de Dios de la del hermano: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas… y al prójimo como a ti mismo»[2]. Este es el núcleo del mensaje del Nuevo Testamento. Lo mismo que el Dios del Antiguo Testamento que vemos tierno y cercano en la Primera Lectura de Ezequiel, ese Dios Rey y Pastor que se preocupa por el último, por el débil, por el perdido y sabe cuidar al fuerte, así Jesús aparece en los evangelios como aquel que se conmueve en sus entrañas ante el dolor[3] y ordena: «Sean compasivos como su Padre es compasivo»[4]; «Ámense como[5] yo les he amado»[6].
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