Me acogieron bien a pesar de ser distinto a ellos, a pesar de ser un apestado samaritano. Pero la peste de la lepra era mayor que la de la separación étnica y desde ahí todos éramos iguales: todos olíamos igual, no había diferencias. Éramos un grupo de diez leprosos, hombres muertos en vida, excluidos de la vida social y del culto que ya desde el tiempo de Moisés se nos relegaba por ser impuros. No teníamos derecho a nada y nadie se ocupaba de nosotros. Las ciudades y aldeas estaban para nosotros vedadas y sólo podíamos subsistir en las afueras, en alguna gruta que tomábamos por casa.
Entre nosotros no había diferencias sociales: algunos eran de familia rica y acomodada; otros éramos de familia de clase media; también entre los diez había unos muertos de hambre. Ahora todos éramos iguales: la impureza nos juntaba, el dolor nos unía, la exclusión nos apiñaba. Eso era lo que teníamos en común que era más fuerte que todas las separaciones: la impureza.