Acabo de enviar a Amparo una de las botellas de aceite de oliva que me ha mandado un amigo que tiene una almazara en Jaén. Me ha regalado varias y me hace ilusión compartirla con alguien que sabe apreciar, como buena andaluza, el aceite de oliva virgen y más ahora, que después de casarse se va a ir a vivir al extranjero. Se lo mando también con una intención un poco perversa y cierto humor después de nuestra conversación el otro día cuando, al terminar la misa, nos fuimos a dar juntas un paseo y me comentó que le era imposible entender la parábola de las diez vírgenes proclamada en el evangelio del domingo. No comprende cómo Jesús alaba el comportamiento mezquino de aquellas muchachas que reaccionaron de manera tan egoísta: en vez de decir a las otras que se fueran a comprar el aceite que les faltaba para alimentar sus lámparas, deberían haberlo compartido con las que no tenían, aunque eso les retrasara el salir al encuentro del novio, ¿no hubiera sido eso mucho más evangélico y hubiera estado más de acuerdo con la mentalidad de Jesús?
En aquel momento no supe cómo explicárselo (quizá tampoco yo misma lo tenía muy claro), pero de pronto he recordado una anécdota que ella misma me contó poco después de su boda y que de repente me ha hecho entender muchas cosas: la mañana en que iba a casarse, en medio de la agitación de los preparativos, tocaron el timbre y era una vecina nueva del piso de abajo quejándose de que tenía una gotera en su cocina y que la culpa era de Amparo. Al oírlo, salió ella a la puerta vestida de novia, le sonrió y le prometió que se encargaría de que le pintaran la cocina y hasta la casa entera si era necesario, porque no iba a andar con pequeñeces el día de su boda… La vecina lo entendió enseguida y acabaron riéndose y brindando juntas.
Esa pequeña historia me ha ayudado a entender mejor cosas del Evangelio que antes me resultaban incomprensibles: aquello de «cuando te quiten la túnica, da también el manto», « si tu enemigo te obliga a caminar con él una milla, ve con él otras dos…» (Mt 5,40). Cuando nos domina una gran alegría o una impaciente expectación, todo lo demás nos resulta una minucia a la que no concedemos importancia. Y eso vale tanto para la ilusión de una boda como para la inminente llegada del Reino.
¿Y qué tiene que ver esto con la parábola de las vírgenes? Pues muchísimo: toda ella está enfocada hacia un acontecimiento inminente que está a las puertas: la llegada del novio. Al escuchar el grito que anuncia su presencia: «¡Llega el novio! ¡Salid a su encuentro!», hay que dejar atrás cualquier otra cosa que distraiga o entorpezca la disponibilidad para recibirle, incluido el entretenerse en pasar aceite de unas lámparas a otras. Hay algunas cosas en la vida que no pueden esperar, que nos atañen de una manera tan absoluta que en ellas «nos va la vida». Ya otros muchos textos del Evangelio nos exhortan a compartir los bienes y a tener un comportamiento fraterno hacia las necesidades de los otros. Aquí toda la atención se concentra en una sola advertencia: hay algo que te atañe de manera absoluta, el Señor que viene a tu encuentro. Pon todo tu corazón y tu vida en esperarle, aunque se retrase, aunque te rodeen las sombras de la noche, aunque creas que nunca vas a oír el anuncio de su venida. No dejes que nada te disperse en tu espera…
También me ha servido para entender la parábola algo que me ha pasado en un grupo de Biblia cuando, al explicar el relato de la creación, dije: «Dios aparece como un anfitrión que prepara la casa del mundo para la primera pareja humana. El pecado de estas dos personas consistió en abusar de su condición de huéspedes y comportarse como si fueran los dueños». En el diálogo uno de los participantes dijo: «¡Eso lo entiendo muy bien porque cuando invito a alguien a mi casa, pongo a su disposición todo excepto, claro está, a mi mujer!».
El aceite de nuestra lámpara es aquello que en nuestra vida es único, intransferible y no comunicable: podemos dar a otros uno de nuestros riñones o consentir un trasplante de médula, pero de nuestro corazón es imposible ser donantes «físicamente» porque es nuestro núcleo vital, nuestra condición de posibilidad para continuar amando y entregando vida. O sea que precisamente aquello que «no está en juego» es lo que nos permite «seguir jugándonos la vida» por los otros.
¡Qué lejos nos ha llevado una lámpara de aceite! El que le he mandado a Amparo no es para llenar ninguna lámpara, sino para que disfrute saboreándolo y pueda, este sí, compartirlo con otros.
Tomado del libro de la autora: Un tesoro escondido. Las parábolas de Jesús. Ed. CCS. Madrid 2012