Conchita se encontraba viviendo con su hijo Ignacio y su nuera Isabel y su familia, en su casa de Altavista 16, barrio de San Ángel, de la Ciudad de México; así que estuvo totalmente asistida y rodeada del amor de su familia, hijos y nietos.
En diciembre de 1936 Conchita se enfermó de una grave bronconeumonía que lograron curarle, pero la dejó herida de muerte. Tal vez las mismas medicinas para dicha enfermedad, afectaron el funcionamiento de los riñones y le provocaron una uremia, es decir, un conjunto de síntomas cerebrales, respiratorios, circulatorios, digestivos, etc., producido por la acumulación en la sangre de los productos tóxicos que, en estado general normal, son eliminados por el riñón y que se hallan retenidos por esa insuficiencia. Esta uremia fue agravándose cada vez más. Los miembros inferiores se llenaban de líquido en proporciones que los deformaban en forma monstruosa, al grado de tener que hacerle punciones dolorosísimas para extraerle el líquido, lo cual se complicó con erisipela a principios de febrero. El 21 de febrero de 1937 la ciencia médica se declaró impotente. Todas esas semanas sufrió con admirable paciencia agudísimos dolores, sin poder apoyar los pies y sin poder recostarse en su lecho, sino sentada en un sillón. Por tanto, la causa de su muerte fue la uremia.
Conchita contó con los cuidados y atenciones de su familia; su nuera Isabel según todos los que la conocieron, una excelente mujer, se prodigó en cuidados y atenciones hacia ella, como si fuera su propia madre; sus nietos, que vivían con ella: «la rodeaban muchas veces al día; pero al mismo tiempo, para moverse de la cama requería de una serie de cuidados que a ella le daba pena estar solicitando continuamente». La visitaban con frecuencia algunos Misioneros del Espíritu Santo; diariamente, el padre Félix el padre Treviño, el padre Iturbide y el padre Fallon.
Como Conchita ya no podía moverse, su hijo Ignacio hizo trasladar a la enferma al piso de arriba, pues sus habitaciones y oratorio estaban en la parte de abajo, pensando que aquella era una mejor habitación (era la de su esposa Isabel) en donde se le podía atender mejor; también se habilitó un oratorio improvisado en el cuarto contiguo (el cuarto de Ignacio), ya que sabía que su madre no podía prescindir de su adoración diaria.
Los Misioneros del Espíritu Santo, durante todo el tiempo que duró su enfermedad se iban turnando para celebrar la eucaristía diariamente en su oratorio. Ella aprovechó, muchas veces, la presencia de los padres para confesarse; varias veces al día se le veía sumida en oración; ya con el rosario en la mano, ya repitiendo jaculatorias y, con mucha frecuencia, en profundo silencio y recogimiento levantaba las manos al cielo en actitud de ofrenda.
Poco antes de su muerte, cumplió un gesto maternal hacia el padre Félix; nos lo transmite el padre Félix: «El domingo 28 de febrero comenzó la agonía. Ya casi no pudo hablar sino muy pocas palabras, no sin mucho esfuerzo. Nos dijo unas pocas palabras al padre Edmundo, al padre Thomas y a mí. A mí: «Le recomiendo las Obras y mis hijos. ¡Cuánto lo quiero! Ponga mi cabeza sobre su corazón». Le obedecí, acercándola a mí. Yo estaba de pie, cerca de su cama. «Estamos pidiendo a N. S. que nos la alivie». Contestó: « ¡Lo que Él quiera!». Repitió con frecuencia esas palabras en los últimos días. De vez en cuando elevaba sus dos manos al cielo unos segundos, orando en silencio, sin movimiento de labios, como ofreciéndose, y diciendo sin duda, interiormente: «¡Oh mi Jesús, lo que tú quieras!».
Ese domingo 28, la enferma ya no admitía alimento alguno; le hicieron tres transfusiones de sangre, pero no reaccionó; se puso más grave y en un agotamiento extremo. El lunes 1º tuvo agudos dolores de estómago y otros trastornos. Ese día, el doctor Escobar la desahució diciendo a todos, que no había nada que hacer; el martes 2 por la tarde, víspera de su muerte tuvo una hemorragia abundantísima. Tenía la lengua llagada e irritada, llena de úlceras, y dijo el médico que así tenía el interior. Los hijos de doña Concha llamaron de urgencia a monseñor Martínez. Mientras llegaba el arzobispo electo, pasaron a despedirse a la cama de la enferma todos: chicos y grandes. Llegó monseñor Martínez y de inmediato entró a la habitación de Conchita. Entonces, era la noche del 2 de marzo; el doctor anunció que el momento decisivo había llegado. Todos sus hijos fueron entrando al aposento; monseñor Martínez inició las oraciones de la «recomendación del alma» que prescribe el ritual para los agonizantes. Había, en torno al lecho de la moribunda treinta personas, entre familiares, Misioneros del Espíritu Santo, Religiosas de la Cruz. Conchita, en momentos, extendía los brazos, como en cruz, apoyándolos en los hombros de sus hijos Francisco e Ignacio; luego, bajaba las manos, y quienes estaban ahí, se las besaban sin parar. El padre Félix estaba cerca de los pies, enfrente, el hermano de Conchita, Primitivo, SJ. Estaba también el servicio doméstico y algunos de los asistentes lloraban. Monseñor rezaba en voz alta y Conchita seguía las preces con suma atención; de repente, interrumpió la oración y se acercó a la enferma y la exhortó a ofrecer a Dios sus dolores y agonía, para la gloria del Padre; la exhortó a la esperanza y le dijo que Jesús estaba con ella, aunque no lo sintiera. Luego, prosiguió las preces, que todos seguían, arrodillados. Monseñor volvió a interrumpir la oración y le dio la absolución; Conchita quiso santiguarse, pero, al intentarlo se le cayó la mano; entonces, su hijo Salvador se la tomó y la santiguó. Pronunció entonces las que serían sus últimas palabras, las de Jesús en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
No murió en ese momento (20:30 h); hubo una ligera recuperación, y varios de los asistentes se retiraron a descansar, entre ellos el padre Félix. Algunos se fueron a cenar, pero estuvieron pendientes de la gravedad de Conchita, sabedores de que las Madres de la Cruz se quedaban velando, les encargan dar aviso al menor cambio; viendo que la enferma se estabilizaba, deciden irse a descansar. Las religiosas se disponen a orar y bajan la luz de la habitación para no molestar a la enferma quien entra en una gran quietud. Ese estado mortecino, a las Hermanas les pareció alarmante para una enferma tan grave; se levantaron a observar el semblante de Conchita y vieron que estaba desencajada, como cuando se entra en la última agonía. Entonces, corriendo, fueron a avisar a los que se encontraban en la casa: a monseñor Martínez, a los padres Primitivo, SJ, y José Guadalupe Treviño, MSpS y a los hijos de Conchita, Francisco, Ignacio, Salvador y Guadalupe, nueras y yernos y algunos nietos. Al momento llegaron todos, y entonces, su hijo Salvador, viendo que la enferma hacía esfuerzos supremos para respirar, la cogió en sus brazos y la levantó un poco; monseñor Martínez se acercó y le dijo: «Conchita, usted ahora va a consumar el sacrificio de su vida, es el momento en que se ofrece por su Iglesia, por sus sacerdotes, por las Obras de la Cruz. Entonces, Conchita, póngase en sus manos». Cuando Conchita oyó aquello, levantó la cabeza; su semblante, según los presentes daba la impresión de una persona desolada, envuelta en una gran amargura, pero a la vez, dejaba intuir su confianza en Dios. Monseñor volvió a decirle en voz alta: «Acuérdese que se entrega por Él, acuérdese que su vida es para Él, que es el momento en que va a consumar su sacrificio». Tenía los brazos levantados, que sostenían sus hijos Ignacio y Salvador; a los presentes les dio la clara impresión de que aquello era una representación de la muerte de Cristo en la Cruz, en medio de la desolación; finalmente, volvió monseñor Martínez a decirle: «Conchita, recuerde cómo Jesús, en el momento de morir le dice a su padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y cuando el Sr. Martínez le dijo estas palabras, ella, que estaba mirando hacia el cielo, inclinó su cabeza y su corazón dejó de latir. En ese momento murió».
Eran los primeros minutos del día miércoles 3 de marzo de 1937. Los presentes, llenos de un santo sentimiento de alegría, en lugar de llorar y lamentarse, se alegraron; quedaron embargados de un gran respeto, como quien asiste a un acto de gran importancia. Las Religiosas de la Cruz gritaron «¡Feliz encuentro!» Y monseñor Martínez comenzó a rezar el Te Deum. Los despojos de Conchita, que quedó con un rostro lleno de paz, fueron amortajados con todo cuidado por sus hijas, las Religiosas de la Cruz[1].
Carlos Francisco Vera Soto, msps
[1] Cfr. Carlos Francisco Vera Soto, msps. Historia de los Misioneros del Espíritu Santo IIB. De la fundación a la muerte del fundador. Publicaciones CIDEC. Ed. La Cruz. México, 2019
Conchita querida, gracias, gracias , gracias!! Jesús Salvador de los hombres, sálvalos !!!
Conchita querida, gracias, gracias , gracias!! Jesús Salvador de los hombres, sálvalos !!!
CONCHITA CABRERA GRACIAS POR TODAS LAS BENDICIONES Q HAS TRAIDO A NUESTRA VIDA TU LIBRO PEQUENA ESMERALDA A LLENADO GRANDEMENTE MI VIDA TODAS TUS MEDITACIONES ACRECIENTAN MI FE AL PADRE HIJO Y ESPIRITU SANTO
Hoy es más difícil la santificación de un laico. Hay tantos distractores!!!….
Por fin pude encontrar el nombre de esta laica ,santa,por quién tengo un gran cariño y respeto,digno de imitar,muy admirada también por Monseñor Sipols.
Nos alegramos muchísimo. Ojalá esta web te ayude a conocerla un porquito más. Saludos
Aunque ya conocía este momento. Me ha llegado al corazón . Hermoso relato
Me pareció como si yo misma hubiese estado ahí con nuestra Madre Espiritual Conchita y la hubiese acompañado en su momento cúlmen de su entrega y amor a Jesús. Me conmovió hasta las lágrimas .
Gracias Padre Carlos
Dios lo siga Bendiciendo!!!