Domingo XXII del Tiempo Ordinario. Habla Osher el fariseo

P. Eduardo Suanzes, msps

Me llamo Osher y soy fariseo de pura cepa. Mi padre, ya fallecido, también lo era y mi abuelo lo mismo. Desde pequeño me enseñaron todas las normas, todos los procedimientos de la  Mishná y el Talmud, siendo mi padre, al que recuerdo con un cariño inmenso, el que me educó pacientemente en el cumplimiento estricto de todos los deberes religiosos ordenados por la Torá. Me siento identificado con ser fariseo.

Cuando mi amigo Nadir me dijo que había logrado que ese tal Jesús aceptase una invitación suya para ir a comer a su casa, todos nos frotamos las manos. ¡Por fin una oportunidad única para desenmascararlo y despedazarlo! Hace tiempo que le tenemos ganas a ese Nazareno y hoy lo vamos a arrastrar por el polvo. Lo tendremos solo para nosotros: lo vamos a devorar. ¡Qué ingenuo!. Después de todo no parece tan inteligente como dicen: ¡mira que ir a la boca del lobo, a la casa de Nadir, jefe de nuestra sinagoga a comer…! No sabe la que le espera. Además, hoy es sábado y, por lo tanto, después del oficio en la sinagoga comeremos juntos. Todos estaremos allí.

A la salida de la sinagoga me junté con Asher y Ehud para ir a casa de Nadir, y por el camino íbamos elaborando nuestra estrategia de combate. Éramos amigos de toda la vida y nunca nos separábamos. Nuestras familias eran amigas también. Solamente tuvimos en su tiempo una riña, cuando les dije que no iba a admitir de ellos ninguna traición. Que para mí serían amigos siempre y cuando ellos lo fueran conmigo. Pero eso era ya historia.

Teníamos que ir deprisa para estar cerca del ingenuo invitado y así destrozarlo con nuestras intervenciones cuando él, como es costumbre, comenzase a hablar.

Llegamos a la casa, saludamos a Nadir y nos fuimos rápidamente para escoger el mejor sitio, cerca del reservado para Jesús. Él ya había llegado, aunque todavía no se había recostado en su lugar, pero nosotros ya lo estábamos esperando ansiosos. Le observábamos en todos su movimientos y notábamos cómo de vez en cuando nos miraba sonriendo irónicamente. No entendíamos por qué lo hacía.

Por fin, el invitado se recostó en su triclinium y comenzó la comida. Este tipo de comidas tiene sus propias reglas y todavía no era el momento de hablar. Todos comíamos  y mis amigos  y yo no veíamos la hora para que comenzara la segunda parte, cuando se servía el vino, pues era la señal de que el symposium comenzaba y Jesús podía sacar el tema de conversación. Como estábamos cerca, él nos miraba de soslayo, esbozando una sonrisa. Parecía que conocía nuestras intenciones y nos estuviera esperando.

Se sirvió el vino. Todos miramos a Jesús ansiosos por la batalla. Tranquilamente, tomó un trago de ese excelente vino de Nadir, se secó la boca y comenzó a hablar.

Nunca olvidaré lo que siguió a continuación. Nos dijo que nos iba a contar una parábola. ¡Otro de sus cuentecitos! Bueno, escuchemos, a ver por dónde nos sale…, pensé. Esta vez era yo el que sonreía burlonamente.

Comenzó hablando de un banquete de bodas y de los invitados a él que corrían como posesos para alcanzar los lugares principales. Inmediatamente supe que estaba hablando de mí. Ya no me acordaba de mis amigos Asher y Ehud y esa sonrisa mía burlona despareció de un plumazo. Al principio me revolví en mi triclinium, pero cuando Jesús terminó la parábola y, mirándome sonriendo (esta vez con ternura) y diciendo aquello de que el que se humilla será engrandecido, me dio un vuelco el corazón, pues me acordé de mi padre.

Mi padre acostumbraba cuando íbamos a comer a recitar este versículo del libro de los Proverbios:

«Ante el rey no gloriarse, ni colocarse con los grandes; más vale escuchar sube aquí, que ser humillado ante un noble»[1]

He de decirles que nunca había comprendido ese versículo que a mi padre le encantaba recitar cuando nos sentábamos a la mesa. Ahora lo vi claro. Bajé el rostro como para refugiarme no sé en dónde y cuando lo levanté, ahí estaba el de Jesús con esa ternura dibujada en el suyo que no veía desde que murió mi padre. Él lo sabía, lo sabía, sin lugar a dudas. ¿Cómo podía saberlo?

Para los demás Jesús estaba hablando de lo que estaba ocurriendo ante sus ojos: las estratagemas de los comensales para asegurarse los puestos más privilegiados. Y eso es lo que le fustigaba: el afanarse por conseguir una posición de prestigio. Naturalmente, en todo banquete hay puestos más honoríficos que otros. Estaba afirmando que el verdadero honor no se consigue mediante el propio esfuerzo por situarse en los puestos más aparentes; la consideración y el respeto de una persona no se gana por estrategias, sino que le viene del aprecio de los demás[2].

Estaba claro que la parábola hablaba de consecuencia, no de finalidad. Pues si uno se dirige al último puesto para provocar el honor de ser llamado al primero, está incurriendo en la misma vanidad, incluso más refinada[3].

Pero a mí Jesús me estaba arrastrando a otro lugar. Entre las enseñanzas que con más cariño recuerdo de mi padre estaban aquellas que se referían a la humildad. Y recordé aquel versículo del libro de Ben Sirá que a mi padre le gustaba tanto:

«Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad…Hazte más pequeño cuanto más grande seas…No hay remedio para el hombre orgulloso…»[4]

Y Jesús continuaba mirándome. Era como si supiera lo que estaba pasando dentro de mí.

Luego, él continuó, esta vez dirigiéndose a Nadir. Lo que dijo a continuación era como un complemento de lo que a  mí me había dicho. Habló de esa actitud que consiste en buscar una contrapartida; por su tono comprendí que estaba siendo severo. La recomendación se dirigió claramente a Nadir, el anfitrión. Le dijo que a los banquetes no hay que invitar a los amigos, a los hermanos, a los parientes o a los vecinos, sino a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos. El contraste era significativo: cuatro categorías sociales, suficientemente acomodadas como para corresponder a un gesto de benevolencia, se oponían a otras cuatro, incapaces de devolver el obsequio.

Mirándome de nuevo me dijo: «Osher,  el amor no piensa en posibles compensaciones, y, precisamente por eso, la generosidad no tendrá otro premio que el que se concede en la resurrección. ¿Lo entiendes? ¿Comprendes que no puedes poner ninguna condición en el amor, en la amistad?».

Parecía que fuera Jesús el que me estaba esperando en esta comida y no al revés. Pareciera que la comida se organizó para que yo me encontrara con Él. Y así fue. En realidad, fue Él quien me buscó y se organizó con Nadir porque sabía que en sábado yo iba a estar ahí sentando.

Me hizo comprender que la reciprocidad que se espera tiene que ceder a otro tipo de compensación, a una correspondencia más allá de toda expectativa; no vendrá del pobre desgraciado, que carece de medios para pagar favores, sino de otra generosidad mucho más abundante, la del propio Dios. El que invita a los marginados a participar en la fiesta se encontrará entre «los justos» el día de la resurrección[5].

A partir de aquel día, secretamente me hice seguidor de Jesús y sentía cómo mi padre, desde el seno de Abraham, sonreía.

P. Eduardo Suanzes, msps

 

[1] Pr. 25, 6-7

[2] Cfr. Joseph A. Fitzmyer. El Evangelio de San Lucas III. Ed. Cristiandad. Madrid, 1987

[3] Cfr. Luis Alonso Schökel. Biblia del Peregrino. Nuevo Testamento. Edición de estudio. Tomo III. Ed. Mensajero, S.A. Bilbao 1997. Comentario

[4] Sir 3,19-21.29-29

[5] Joseph A. Fitzmyer. El Evangelio de San Lucas III. Ed. Cristiandad. Madrid, 1987

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