Todos decimos, en el credo: «Creo en el Espíritu Santo» como la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Pero si el resto del Credo lo decimos maquinalmente, creo que esto lo decimos sin enterarnos siquiera de lo que decimos.
Lo primero que debemos hacer para entenderlo, es darnos cuenta de que el Espíritu Santo es una Persona. No es «algo», por hermoso que sea, sino «Alguien«. Los símbolos a través de los cuales el Espíritu Santo se ha manifestado, son, todos, espléndidos. El viento, impetuoso, poderoso, refrescante. El fuego, brillante y cálido, que transforma en sí mismo todo lo que encuentra. El agua, que purifica, da vida, quita la sed, refresca. El aceite, que suaviza, cura, perfuma…
Está sobre todo ese otro símbolo delicado que es la Paloma. Animalito blanco, inocente, tierno y fecundo. Todos estos símbolos son preciosos y debemos acudir a ellos, pero hay que pasar más allá de ellos. Porque ninguno de esos símbolos es persona. Y, si no nos damos cuenta de que el Espíritu Santo es Alguien, no habremos llegado a la verdad de la Fe.
Es muy diferente la actitud que tenemos ante una cosa, de la que tenemos ante una persona. Con las cosas no hablamos, ni esperamos respuesta de ellas. A los animales, les hablamos, pero con plena conciencia de que, ni nos entienden, ni nos van a responder. En cambio, con una persona, todo es diferente. Lo primero que hacemos cuando nos encontramos con una persona es preguntarle quién es, de dónde viene, cuál es su nombre, qué quiere, etc. Entonces empieza el diálogo, que, si descubrimos que la persona es buena, se convierte en amistad.
Eso, precisamente es lo que nos hace falta con respecto al Espíritu Santo. Si sabemos que es una Persona, debemos hablarle, llamarlo, esperar su respuesta. Y si sabemos, como la fe nos dice, que esa Persona es Amor entonces encontramos a aquella persona que todos buscamos con ansias por la vida. Una Persona que no sólo tiene amor sino que es Amor. Y un Amor perfecto, sin límites, que siempre da más, que nunca se agota ni cansa, sino que siempre es nuevo, en una palabra, un Amor que es Dios.
Y… una Persona que siempre perdona, que todo lo sana, todo lo renueva, que triunfa de todas nuestras miserias, traiciones y pecados. ¿No es eso precisamente lo que todos necesitamos?
Me dirás: «es que yo no oigo que el Espíritu Santo me hable…» Pues mira: Él es Espíritu, por lo tanto habla a tu espíritu. No habla a tus sentidos, sino a tu alma, a tu corazón, a tu mente, a tu interior. Pero, claro, si tú nunca entras a tu interior ¿Cómo quieres escucharlo? … Sólo te digo: llámalo y verás si te responde o no. Y dale tiempo y condiciones para escucharlo. No vivas de lo de afuera sino de lo de dentro. Si entras, lo escucharás. Te lo garantizo.
Luís Martínez P., msps