En la celebración de María de la Concepción Cabrera de Armida

Concepción Cabrera

3 de marzo de 2022
Ef 3, 14-19
Sal 15
Mt 16, 24-27

Concha tuvo la intuición mística que le llevó a la perfección del pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar. Fue de tal calado esta penetración espiritual que se convirtió en la moción hegemónica de su vida: «ser cruz de Jesús». Ella recuerda el hecho que le motivó tal moción y que también es de gran importancia para nosotros, sus hijos:

«Ahora recuerdo, que años atrás de esta gracia[1], compré yo un crucifijo sin cruz, y me lo colgué; era grande y me lo apretaba y gozaba lo indecible diciéndole: “Yo soy tu cruz”. Y a poco cogiéndose de esto, me comenzó a explicar [Jesús] y a querer en sus futuros oasis cruces vivas en donde él descansara».[2]

Porque ella no toma solamente su cruz, sino que quiere ser la misma cruz de Jesús, donde él se entregue al Padre por la salvación del mundo. Es el convertirse en cruz, pero una  «cruz viva». Dicho con otras palabras, ella quiere ser el espacio teológico donde Jesús se entregue, se sacrifique, por el ser humano. Un espacio teológico que sufre, que ríe y está triste, que ama y que siente aridez… Ella se convierte en una cruz palpitante de amor en la cotidianidad más humana. Y es ahí, en esa cotidianidad donde Jesús, en ella, realiza su entrega. Y fue de tan importancia esta intuición mística, esta gracia recibida, que el mismo Jesús le dice, incluso después de haber recibido la Encarnación Mística:

«Tú te llamarás Cruz de Jesús, porque de ahí viene el origen de todas las gracias que has recibido»[3]

« ¿Sabes por qué vine a encarnar en tu alma? Porque tú eres mi Cruz»[4]

Decimos que la Encarnación Mística de Jesús en ella fue la gracia central de su vida; pero no cabe duda que la intuición de ser Cruz de Jesús fue la gracia original que provocó todo lo demás.

¿Y por qué esto fue así? Lo dice Jesús claramente en el evangelio: « El que quiera venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga» Tomar la cruz es condición indispensable para «irse con Jesús». Es el único camino que Jesús conoce, el único camino que no admite atajos y que no se puede edulcorar: se va a la ganancia, a la plenitud de la vida, por el camino de la pérdida, por el camino de la renuncia, por ser cruz.

Esa «negación de sí mismo», este ser «cruz viva», la podemos expresar con los términos actuales de «negación del ego» o «superación del ego». Para seguir a Jesús, para «irse con él por su camino» (que, paradójicamente, va a ser el de la plenitud humana), hay que dejar atrás los intereses egoicos, incluso el de la pervivencia del propio yo. La vida, la plenitud, la realización personal, no es sólo esto que la mente piensa-dice que es. La vida no es sólo un cuerpo biológico que duerme, se levanta, hace o deshace, y que se mueve en el ámbito formal del tiempo y el espacio. Pero la mente egoica interpreta (erróneamente desde su parcialidad y limitación) que precisamente eso es la vida, y que eso es lo que hay que preservar siempre; es decir, que hay que procurar por uno mismo para poder seguir viviendo el mayor tiempo posible y de la mejor manera posible. Ese interés y afán por el yo conducen inevitablemente a la separatidad con respecto a los otros, que son vistos desde la mente como «no-yo». En ese camino por la supervivencia o primacía de mi yo, los otros suelen llegar a ser vistos como un estorbo, como un escollo que hay que superar. Y este escollo se suele superar con dos actitudes egoicas básicas hacia los otros: la apropiación o el apartamiento. Apropiarse del otro es meterlo en mi mundo porque puede servirme para pervivir yo (ahí el amor egoísta o la utilización-explotación del otro). Apartar al otro es alejarlo de mí y abandonarlo a su propia suerte (ahí la indiferencia y el «sálvese quien pueda»).

Pues bien, el ser cruz por amor a Jesús y a la humanidad (¡Jesús, Salvador de los hombres, sálvalos!), destruye intrínsecamente estas dos tendencias de nuestro yo egoico: la apropiación del otro y su apartamiento. Destruye la apropiación del otro porque la cruz es desapropiación y desprendimiento absolutos de mí mismo, es la negación de nuestras tendencias egoicas curvadas sobre nosotros mismos; y por otro lado destruye el apartamiento de los demás, porque lo que se busca el ser cruz es la propia realización plena del hermano, su plenitud, su salvación.

Sin embargo, para el yo egoico, la apropiación y el apartamiento de los demás es «salvar la vida». Pero para Jesús, eso, precisamente, es «perderla». Es por eso que dice: « ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde su vida?». Paradójicamente, la propuesta radical de Jesús para «ganar vida» es «perder la vida». El «perder» ha de entenderse como contrapuesto a lo que la mente entiende por «ganar». Es decir, Jesús propone vivir en función del «ser» o vivir en función del «ego». Nuestro ser se realiza como tal vaciándonos por los demás, buscando su realización personal, es decir, su salvación, justamente lo contrario que busca nuestro yo egoico. « Ganar el mundo entero» significaría vivir del «tener» que utiliza como medios la apropiación y el apartamiento de los demás: eso es perder la vida. Vivir del «ser», ganar la vida, es ser cruz viva, por el Padre y por el ser humano, que ese fue el único objetivo de Jesús.

Y decía arriba que aquella intuición de Concha de ser Cruz de Jesús fue también de vital importancia para nosotros, sus hijos, porque el mismo Jesús le hablaba de su querer de que en los futuros oasis existan cruces vivas donde él descanse. Y es aquí donde nosotros entramos de lleno, porque esa gracia que se concede a Concha de ser consuelo de Jesús, de ser su cruz viva, Jesús nos la quiere dar a nosotros.

P. Eduardo Suanzes, msps

 

[1] Concha está en el año 1925 y hace una mirada al pasado, a años antes de la Encarnación Mística, en realidad, antes incluso de que conociera al P. Mir en 1892.

[2] Concepción Cabrera. Cuenta de Conciencia 45, 392; 7 de julio de 1925. (Durante los Ejercicios Espirituales en el Mirto, sexto día; impartidos por Mons. Martínez).

[3] Ibid. 24, 85; agosto de 1906

[4] Ibid. 24, 81; agosto de 1906

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