Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo

P. Eduardo Suanzes, msps

Lo sabemos bien. El Nuevo Testamento afirma de muchas maneras, por activa y por pasiva,  la convicción de que es imposible separar el amor a Dios del amor al hermano; que el criterio de verificación de que amamos a Dios se cristaliza en el amor al hermano[1]; que la experiencia de Dios no es auténtica si no se manifiesta en el amor al prójimo. Que es en el contacto con la realidad donde se verifica la autenticidad de nuestros deseos de Dios, de  nuestros propósitos. Además, no se puede, es imposible, separar la cercanía de Dios de la del hermano: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas… y al prójimo como a ti mismo»[2]. Este es el núcleo del mensaje del Nuevo Testamento. Lo mismo que el Dios del Antiguo Testamento que vemos tierno y cercano en la Primera Lectura de Ezequiel, ese Dios Rey y Pastor que se preocupa por el último, por el débil, por el perdido y sabe cuidar al fuerte, así Jesús aparece en los evangelios como aquel que se conmueve en sus entrañas ante el dolor[3] y ordena: «Sean compasivos como su Padre es compasivo»[4]; «Ámense como[5] yo les he amado»[6].

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Domingo XXXI. ¿Hay algo más ridículo que un testigo de Jesús buscando ser distinguido por la comunidad cristiana?

P. Eduardo Suanzes, msps

 

Las filacterias, ahora ya lo sé, eran (son) pequeñas cajas forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contienen tiras de pergamino en las que están escritos cuatro textos bíblicos fundamentales para el judío. Desde los trece años, durante la oración de la mañana en los días laborables, el israelita varón se ponía (se pone) una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo, pronunciando estas palabras: «Bendito seas, Adonay, Dios, Rey del Universo, que nos has santificado por tus mandamientos y que nos has ordenado llevar tus filacterias». Es decir, era (es) una forma de tener la Ley siempre ante sus ojos.

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Cómo participamos del único sacerdocio de Cristo

P. Marco Álvarez de Toledo, msps

Desde una perspectiva eclesiológica, para entender el sentido y desarrollar el alcance de la participación en el Pueblo sacerdotal, es necesario ir a la raíz del asunto y preguntarse por la participación en el sacerdocio de Jesucristo dentro de la Iglesia.

Sólo Cristo Jesús es sacerdote

Este es el sencillo y fundamental punto de partida de nuestra reflexión. En la Carta a los Hebreos se dice con claridad que los cristianos tenemos un sacerdote, es más, un «sumo sacerdote» (Hb 8,1; 4,15) o un «gran sacerdote» (Hb 10,19.21), que es Jesús, el Hijo de Dios; y que su sacerdocio es radicalmente nuevo, puesto que en Cristo se ha producido un definitivo «cambio del sacerdocio» (Hb 7,12).

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La gente de este tiempo pide una señal

P. Eduardo Suanzes, msps

 

¿Cuál debe ser la mirada del creyente que se acerca a Jesús? Y, por consiguiente ¿Cuál debe ser el compromiso al que lleva la fe?  En este circuito de comunicación, en esta línea de enlace, entre Dios conmigo, ¿cómo funcionan los signos de uno y de otro en ambos extremos? ¿Cómo persuade Dios a mi corazón? ¿Cuáles son los movimientos de mi corazón anhelante a la hora del voltearse hacia Jesús? ¿Cómo se voltea? ¿Qué espera encontrar cuando dirige su mirada hacia Él? O cuando dice dirigir su mirada hacia Él, ¿realmente dirige su mirada hacia Él?

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