25 de marzo: La Anunciación del Señor

P. Eduardo Suanzes, msps

Hoy es un día especialísimo para nosotros, los de la Familia de la Cruz: hoy, el Verbo se hace carne. Y esto lo decimos con propiedad, y en presente, porque la Liturgia actualiza el misterio hoy y ahora. De tal manera, que en esta celebración estamos presentes, históricamente presentes, pero a la vez misteriosamente, delante de Gabriel y de María, en el secreto profundo y escondido de su casa de Nazaret.

Pero, además, por una simple razón que el mismo Jesús se encarga de explicarle a la Beata Concepción Cabrera: para Dios todo es presente y los Misterios de la Encarnación y Redención no forman parte del pasado, son actuales:

«Para ti hay existencia, para Dios todo es preexistente; en Él no hay tiempo. Ya María era desde toda la eternidad el encanto de toda la Trinidad, porque la había forjado, diré, en su entendimiento la Trinidad misma; ya era su delicia un ideal realizando al concebirlo porque así son las cosas en Dios, que al preconcebirlas son realizadas»[1]

Esta palabra de Jesús nos pone en la perspectiva exacta a la hora de introducirnos en el misterio que hoy celebramos. Se nos está invitando, creo yo, a que no nos acerquemos a la Encarnación del Verbo como desde afuera, como espectadores, como si estuviéramos viendo una película cómodamente sentados en nuestra butacas VIP. Jesús nos está invitando a que nos introduzcamos en la misma acción que hoy se realiza y no, tampoco, como actores extras, sino como co-protagonistas, junto con Él, María, el Padre y el Espíritu Santo.

Porque la Encarnación del Verbo se realiza por una necesidad inimaginable para nosotros que tiene Dios de darse:

« ¡Qué grandes, profundos y sublimes, hija, son los secretos de mi amor! y todos, como verás en los referentes a la Encarnación, implican martirio; secretos de redención eternos, o lo que es lo mismo, secretos de amor. Ya sabes algo de cómo me enamoré del hombre hasta la locura y ahora te voy a decir más y más el por qué me enamoré. La razón más poderosa es esta: me enamoré del hombre, solo porque Yo era Dios. Me enamore de él, porque era hechura de mis manos… porque su imagen me representa, es mi semejanza… porque su alma es inmortal… porque las almas son como una parte de Dios mismo, su aliento, diré, y capaces de un bien infinito…El hombre es un compuesto de cuerpo y de alma, pero en todo perfecto, así lo crié para su felicidad y mi regalo. En la creación del hombre, sobre todo campeó en Dios, diré, la necesidad de darse y comunicarse…. de crear un reflejo de su misma Divinidad al informarlo con el alma, y de un reflejo también del hombre Dios, que más tarde vendría a rehacer su felicidad perdida; (porque ten en cuenta, que en Dios todo es presente) Dios formó al cuerpo de la tierra, y al alma del cielo, dice, (por eso tiende cada uno a su centro), juntando estos elementos, para que el hombre, no perdiendo de vista su miseria lo glorificara humillándose siempre.[…] Y por todo esto, el Verbo se hizo carne»[2]

Es como una imposibilidad para Dios el dejarnos de amar; por eso dice que la única razón de su enamoramiento era que él es Dios. Por tanto, en el misterio de la Encarnación nosotros somos protagonistas, porque el Verbo se hace carne por amor; y un amor que lo empuja, necesariamente, inexorablemente, al abajamiento incomprensible de un Dios que se hace hombre… No podemos ni siquiera imaginar, en efecto, lo que supuso esto para el Verbo. El mismo Jesús dice:

«Y mira, hija, para Satanás el infierno es menos castigo que la Encarnación del Verbo»[3]

Son palabras que nos dan vértigo y que no podemos corresponder a ellas, solo inclinándonos y adorando el misterio incompresible que se descubre ante nuestros ojos.

Como sabemos, este misterio estamos llamados a vivirlo realmente en nuestro corazón de una manera mística, como le sucedió a Concepción Cabrera y a tantas otras personas que se entregaron a Jesús sin resquicios.

Recordemos, una vez más, aquel 25 de marzo de 1906, hace 117 años. Ella está haciendo sus Ejercicios Espirituales en el convento de las Religiosas de la Cruz de México, y los está dando el P. Duarte, sj; era el día 5º de sus Ejercicios. Y de pronto:

«Conque en los primeros momentos de la Misa, voy sintiendo la presencia de mi Jesús, junto de mí, y escuchando su divina voz que me dijo: (¡Oh Dios mío!, ¿será verdad? ¡Pero cómo no, si te siento, si te toco, si te estoy amando aquí, aquí, como si acabara de comulgar, Jesús del alma!): «Aquí estoy; quiero encarnar en tu corazón místicamente. Yo cumplo lo que ofrezco; he venido preparándote de mil modos y ha llegado el momento de cumplir mi promesa; Recíbeme; (y sentí un gozo con vergüenza indecible. Pensé que ya lo había recibido en la comunión, pero como adivinándome, continuó:) «No es así; de otro modo, además, hoy me has recibido. Tomo posesión de tu corazón; me encarno místicamente en él, para no separarme jamás. Y continuó: Esta es una gracia muy grande que te viene preparando mi bondad; humíllate y agradécela […] Encarnar, vivir y crecer en tu alma, sin salir de ella jamás; poseerte Yo y poseerme tú como en una misma substancia, no dándome sin embargo tú la vida, sino Yo a tu alma, en una compenetración que no puedes entender, esta es la gracia de las gracias»[4]

Esta es una encarnación en la que el Hijo no recibe la vida de la madre, sino al contrario.  Así fue con María y así es en el misterio que estamos llamados a vivir: recibir la vida de Aquél que se engendra en nuestros corazones. Este es el nacer de nuevo a que el Señor instaba a Nicodemo.

P. Eduardo Suanzes, msps

 

[1] Concepción Cabrera de Armida, Cuenta de Conciencia, 23 174-175; 23 de julio de 1906

[2] Ibid, 23, 164-165.167

[3] Ibid, 23, 169

[4] Ibid, 22, 170-173; 25 de marzo de 1906

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