
«Considero que los sufrimientos de esta vida no se pueden comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros; porque toda la creación espera, con seguridad e impaciencia, la revelación de esa gloria de los hijos de Dios. […] Nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos por dentro aguardando la condición filial, el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 18-19.23)
Pablo afirma que la redención está realizada, pero no consumada. Unos versículos antes había hablado de que somos hijos por el Espíritu Santo que se ha derramado en nuestros corazones; que ya no somos esclavos. Pero a esta filiación divina ahora le falta algo sustancial: la glorificación también del cuerpo. Por eso también los cristianos gimen y esperan. Esta dependencia sufriente del cuerpo, dice, es la última esclavitud del hombre.
Me llama la atención la oposición que hace al principio del texto de la cabecera: «Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no tienen proporción con la gloria que se ha de revelar en nosotros». Uno cabría esperar que ya que habla de sufrimientos los opusiera con gozo, con alegría[1]; sin embargo opone con gloria a los sufrimientos ¿Por qué? Gloria es una cualidad divina que irradia y nos alcanza y antes (3,23) había dicho que la presencia de Dios, por nuestra naturaleza herida, no es plena, pues siempre caminamos en la noche. La consumación de la redención se producirá con la presencia plena, arrolladora y sin resquicios de la divinidad en el hombre: «ahora vemos como en un espejo, confusamente,—dirá a los de Corinto— después veremos cara a cara»[2].
La gloria de Dios designa a Dios mismo, en cuanto que se revela en su majestad, su poder, el resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser[3]: gloria es pues la manifestación del mismo Dios; es Dios mismo descubierto, sin velos, sin espejos, sin confusión. Y eso es lo que se opone a nuestros sufrimientos. La plenitud de la redención se realizará en nosotros con el paso de los sufrimientos a la des-velación. Pero eso no se realiza en un solo acto, sino que es un proceso que comienza desde desparramiento del Espíritu Santo en nuestros corazones. Desde ese preciso instante gemimos, anhelando la manifestación definitiva y en eso consiste, precisamente, el trabajo del Espíritu Santo en nuestro interior: ir rasgando el velo que separa el sancta sanctorum del templo de nuestro cuerpo[4].
El hombre, pues, se ve postrado, abatido, alienado y sin realización personal, es decir, sumergido en el sufrimiento existencial de una vida sin sentido[5], fuera de la vivencia interna de la manifestación de la gloria que el Espíritu Santo va revelando poco a poco en su corazón con su concurso, con su dejarse hacer por Él.
Ahora bien, de numerosos textos del NT se concluye que en Jesús se hace presente la gloria de Dios: Él es la manifestación de Dios y, por tanto, es su gloria; «Él es el Señor de la gloria» como dice Pablo a los de Corinto[6]. Y la gloria en Jesús resplandece sobre todo en la pasión, en su hora, en la muerte de Jesús: la más alta teofanía de Dios. La cruz transfigurada se convierte en el signo de la elevación del Hijo del Hombre. El Calvario ofrece a las miradas de todos el YO SOY del Sinaí: es la suprema manifestación, el velo del Templo, por fin, se rasga. El agua y la sangre que manan de su costado simbolizan la fecundidad de su muerte, fuente de vida: esa es su gloria[7].
Nuestros sufrimientos, retomamos lo que dice Pablo, se oponen a la gloria que se nos manifestará. Y si la gloria de Dios, es de decir, su suprema manifestación se realiza en la cruz de Jesús, es decir, en su donación absoluta y total al Padre y al hombre hasta dar la vida, lo que se nos está diciendo es que nuestros sufrimientos, en un principio infecundos y sin sentido, pueden realizar en nosotros la manifestación redentora de Dios, su manifestación salvífica sobre el ser humano cuando dejamos que el Espíritu Santo desgarre el velo de nuestro interior haciendo patente su presencia.
Una visión vulgar de la cruz de Jesús solo podrá ver en ella el fracaso y el sinsentido. Pero una mirada contemplativa de la cruz verá en ella, solo por gracia del Espíritu Santo, fuente de toda contemplación, la manifestación suprema de la gloria salvadora del Padre. Y como el Espíritu Santo es el que desgarra el velo de nuestro sancta sanctorum, como decía el P. Roberto de la Rosa, msps, «la gloria que envuelve la cruz dirige nuestra mirada hacia el Espíritu que la corona y la consuma»[8]
Por eso al transmitir, y repetir una y otra vez, en la espiritualidad de la cruz que la gloria de Dios está en la salvación de los hombres, lo que estanos queriendo decir es que Dios se manifieste en el hombre, en todo hombre: que todo ser humano se convierta en una teofanía divina al vivir el misterio supremo de la revelación: la cruz de Jesús.
¡Jesús, salvador de los hombres, sálvalos, sálvalos!
P. Eduardo Suanzes, msps
[1] Cfr. Luis Alonso Schökel. Biblia del Peregrino. Nuevo Testamento. Edición de Estudio, T III. Nota a pie de página a Rm 8,18-22. Ed. Verbo Divino. Febrero 1997
[2] 1Cor. 13,12
[3] Cfr. Xavier Léon-Dufour. Vocabulario de Teología Bíblica. Gloria. Ed. Herder. Barcelona 1965
[4] ¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo? (1Cor. 6,19)
[5]… Muy distinto del sufrimiento positivo que se produce por intentar ser coherentes con nosotros mismos.
[6] 1Cor 2,8. Ver también Jn 1, 14.18
[7] Cfr. Xavier Léon-Dufour. Ibid.
[8] Roberto de la Rosa, msps. El mensaje de la Cruz (De una conferencia a un numeroso grupo de religiosos y religiosas)