
Aunque estemos rodeados de gente, en ocasiones nos sentimos solos. Concepción Cabrera, viuda de cuarenta y nueve años, le dice a Teresa de María: «Se me asienta[1] mucho […] la soledad plena, pero así me quiere el Señor, y yo también»[2].
Nos sentimos solos cuando carecemos del afecto de algunas personas o del apoyo que precisamos, cuando muere o se aleja un ser querido, cuando se fractura una relación, cuando tenemos que enfrentar un problema o tomar una decisión, cuando somos incomprendidos o nos enfermamos o fracasamos, cuando Dios se nos oculta o Jesucristo nos comparte sus sufrimientos… Y tú, ¿en qué ocasiones te has sentido más sola/o?
Es una soledad dolorosa y triste. Impuesta. Nos incomoda; queremos salir de ella cuanto antes. Muchas veces enciende nuestra ira.
Esta soledad, la experimentó Jesús en Getsemaní, y también en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado» (Mc 15,34). La experimentó María, después de la ascensión de Jesús.
Esta experiencia de abandono y despojo puede sernos provechosa, pues nos hace palpar nuestra pequeñez, nuestras ansias de que se nos ponga atención, de ser amados. Por eso, esa mística y apóstol le dice a su hija religiosa: «Pídele a Dios por mí fuerte, que me sepa aprovechar de las cosas y soledades para ir más a Él»[3]. Sí, esa soledad dura y fría puede lanzarnos hacia Dios.
Además, es una ocasión propicia para madurar en el amor: manteniéndonos en la soledad, en vez de salir corriendo a mendigar afecto y apoyo. Le dice esa mistagoga a su hija: «Procura la soledad del corazón, simplificándote de criaturas y cosas. Conserva tu alma tranquila, sin afanarte, sin querer agrandar tu círculo»[4].
Y cuando la soledad nos hiera y nos sintamos pobres, digamos como esa mujer enamorada del Crucificado: «así me quiere el Señor, y yo también».
P. Fernando Torre, msps