
Durante estos días estamos asistiendo, en la Liturgia, a las peripecias del pueblo escogido a lo largo del desierto del Sinaí. Estos relatos son muy antiguos y construídos no de corrido, sino como por sustratos: en un siglo el autor introduce la historia; años más tarde otro autor introduce unos versículos antes, en medio o después del relato primitivo; pasan los años y se vuleve a hacer lo mismo….Después de un par de siglos se introduce todo un capítulo….Y así (estando detrás el Espíritu Santo) se ha construído el libro que ahora está en nuestras manos. Por eso es que, a veces, no hay unidad literaria, las incongruencias abundan y uno se puede desesperar con las apariciones repentinas de Dios y sus diálogos, por ejemplo, con Moisés.
Pero lo que a mí me deja atónito son las eternas y cansinas protestas de los hebreos en el desierto ante cualquier dificultad
El pueblo ha tenido una experiencia única: eran perseguidos por los egipcios, estaban a punto de morir, y por una intervención asombrosa, maravillosa, increíble, en que las aguas del Mar Rojo se abren, pueden pasar sin mojarse el pie a la otra orilla. ¿Y ahora van a decir «mejor hubiera sido quedarnos en las ollas de Egipto»?. La verdad es que no hay quien les entienda.
¿Cuál es la razón por la cual el pueblo puede protestar después de haber experimentado lo que ha experimentado? ¿Cómo es que alguien después de atravesar el Mar Rojo (de la forma como lo ha hecho) piense que lo ha atravesado para morir? ¿Pero en qué cabeza cabe eso? ¿Cómo es que alguien después de atravesar un peligro piense en volver a la situación anterior? ¿En qué circunstancias puede darse eso?
Creo yo que solo en una: cuando nunca esa persona ha tenido la sensación de peligro; cuando siendo realmente esclavo no tenía la experiencia de serlo y que, por no saberse esclavo, no puede experimentar de ningún modo la libertad, se haga sobre él lo que se haga. Que eso es lo que le pasaba al pueblo. Uno puede comer las cebollas egipcias en ollas abundantes; degustar las frutas y verduras más exquisitas y, de balde, comer los pescados más sabrosos (como le echan en cara a Moisés en Núm. 11 ), pero si no se tiene la sensación de esclavitud, estará atrapado se hagan sobre él las maravillas que se hagan.
Esto nos da pie para considerar algo sugerente: nadie podrá experimentar la salvación si no se experimenta salvable. Dios podrá haber hecho maravillas incalculables en mí, pero es preciso, para experimentarlas, ir al punto de mi vida donde esas maravillas no estaban, ser consciente de que no estaban. ¿Para qué? Para agradecer, para experimentar su misericordia. Es más, la misma experiencia de la misericordia es gracia salvadora porque en ella está contenida la necesidad que tengo yo de saberme objeto de su amor único. Experimentar la misericordia de Dios es experimentar mi necesidad absoluta de Él y, por lo tanto, mi necesidad de salvación. Porque esa es, por definición, la salvación: experimentar la necesidad absoluta de Él.
Los dones de Dios son dones, precisamente porque se dan a alguien que no los tiene. Las gracias que de él recibimos todos los días, de las que algunas somos conscientes y de las más no, nos mueven de un lado al otro del Mar Rojo. Es ahí donde está el quid de la cuestión. Saber mirar con ojos contemplativos la acción de Dios en mi día a día y para eso tenemos que entrenar nuestro corazón. ¿Y cómo se hace eso? “Perdiendo” el tiempo con él a solas, manteniendo nuestro corazón cálido, dispuesto, atento y abierto.
Lo que me aparta de la contemplación es, precisamente, el desparrame (por decirlo con esta palabra para que se entienda) de mis sentidos sobre lo superficial, lo inmediato; es decir, sobre “las frutas, la ollas, las verduras, la carne y los pescados de Egipto”. Ese “desparramarse” sobre lo inmediato crea en mí la sensación de estar salvado, cuando en realidad soy esclavo de las cosas o de mí mismo, según sea el caso. Miren que hablo de “desparramarse” uno mismo; no digo que no haya que entrar en contacto con las cosas y usarlas, pues no somos seres angélicos y necesitamos de la inmediatez del mundo. Pero “desparramarse” uno mismo lleva la connotación de “perdernos” en ello, de vivir para ello, de tal suerte que perdemos nuestra auténtica identidad de seres libres hechos para Dios.
P. Eduardo Suanzes, msps