Mi Señor Jesús, ¿hasta dónde se puede llegar cuando el temor al “qué dirán los demás” supera la verdad y se obra con injusticia como le sucedió a Herodes cuando mató a tu primo Juan?
Cuando pienso en tu “Transfiguración” veo que, en lugar de transfigurarme en ti, soy sólo apariencia de ti obrando acobardado por el “qué dirán”. Por eso, mi querido Señor Jesús, hoy mi oración quiere ser de petición de perdón, de sanación interior, de paz profunda que solamente viene de ti.
Por otra parte, mi Jesús, cómo contrasta la decisión vergonzosa de Herodes con la palabra valiente y profética de Juan: una palabra de verdad y de denuncia con todas sus consecuencias. Para tu primo Juan, el que inquietó tu vida serena y tranquila de Nazaret para iniciar tu ministerio de evangelizador y de instauración del Reino. Ah Jesús, cómo te dolió seguramente su muerte y cómo te confirmó en tu deseo de cumplir la voluntad de tu Padre Amado.
Jesús, sólo tu salvas, sólo tu liberas, sólo tu sanas, sólo tú das tu Espíritu Santo. La experiencia inicial con la que comienza mi historia de salvación comienza con éste encuentro contigo. En este momento de oración, en este espacio dedicado a nuestro encuentro, evoco esa experiencia tantas veces repetida y vivida. Por eso mi oración sigue siendo de petición. Jesús perdona las veces que me he dejado guiar más por “el qué dirán”, que por la verdad de los acontecimientos; perdona y sana mi corazón herido por la mentira, el engaño, el olvido y la indiferencia.
He sido víctima, también yo, del “qué dirán” condicionándome en mi proceder como discípulo tuyo y por eso te pido que me perdones. No lo hago desde un sentimiento malsano de culpabilidad. Esta no es evangélica. Lo quiero hacer desde la luz del Espíritu Santo que me coloca ante la verdad completa, que me fortalece en cada momento para dar testimonio de mi fe, pero con obras.
Pedirte perdón, Jesús, es saber de antemano que seré perdonado, que nada ni nadie condiciona tu perdón, que has venido “a salvar lo que estaba perdido”. Esto quiere decir que lo que tú quieres cumplir es que volvamos a nuestro ser original: “imagen y semejanza de Dios”. Yo entiendo, mi Jesús que lo humano es lo perfecto. Me duele la expresión que escucho con frecuencia: “padre, perdóneme es que soy humano y caí”. No, mi Señor Jesús, cuando caemos somos inhumanos. Lo humano es lo perfecto. Por eso te hiciste humano, uno como nosotros, para volver a tener “la imagen y semejanza con Dios” con la que fuimos creados.
Te pido perdón, pero sin ninguna duda de tu gracia; te pido que me sanes y tú me das vida nueva, la propia del Espíritu. Te pido que me liberes, pero esperas de mí que ponga en acción todos los mecanismos de fe y de amor que me has dado para ser autor de mi propia liberación que, desde luego, tú haces posible.
Por eso, mi Señor Jesús junto con mi oración de pedirte perdón va mi acción de gracias, mi oración de bendición y de gratitud. Te admiro, mi Jesús, por la forma como me perdonas, sanas, liberas, llenas de tu Espíritu. Eso es amor del tuyo, amor del bueno, amor como la síntesis necesaria de toda tu proclamación del Evangelio.
Respiro, mi Jesús, en este momento de mi oración. Respiro y pongo mi mirada en tu mirada, mi corazón en tu corazón, mi vida en tu vida, mi amor en tu amor. Y quiero ser testigo de todo esto ante mis hermanos que sufren por una incompleta imagen de ti.
Libéranos, Jesús, de todo sentimiento o complejo de culpabilidad. Me he dado cuenta que lo grave no es pecar, sino pensar que nuestro pecado es más grande que tu misericordia. Y eso no es evangélico.
Y vuelvo a contemplar con tristeza las debilidades del rey Herodes y junto a ella las fortalezas de Juan que entregó su vida para mantener su fidelidad a ti y a su vocación de ser el último de los profetas que le cupo en suerte señalarte como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y no sólo no se equivocó, sino que mantuvo hasta el final el testimonio de la verdad y del amor.
Gracias, pues mi Señor Jesús, y quiero terminar poniendo el trozo del evangelio que narra la muerte de Juan, para que teniéndolo cerca podamos seguir en oración, invadidos de tu amor por encima de todo:
“Por aquel tiempo oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús y dijo a sus servidores: Ése es Juan el Bautista que ha resucitado, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos. Herodes había hecho arrestar a Juan, encadenarlo y meterlo en prisión por instigación de Herodías, esposa de su hermano Felipe. Juan le decía que no le era lícito tenerla. Herodes quería darle muerte, pero le asustaba la gente, que consideraba a Juan como profeta. Llegó el cumpleaños de Herodes y la hija de Herodías bailó en medio de todos. A Herodes le gustó tanto que juró darle lo que pidiera. Inducida por su madre, pidió: Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se sintió muy mal; pero, por el juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran; y así mandó decapitar a Juan en la prisión. La cabeza fue traída en una bandeja y entregada a la joven; ella se la entregó a su madre. Vinieron sus discípulos, recogieron el cadáver y lo sepultaron; después fueron a contárselo a Jesús” (Mt 14, 1-12).
Amén.
P. Sergio García, msps