
Quizá en alguna ocasión tú hayas ido a ver una casa para comprarla o rentarla. El agente de bienes raíces nos muestra un inmueble limpio, tal vez recién pintado… Pero qué diferente es ver esa misma vivienda amueblada y adornada con lámparas encendidas, tapetes, cuadros, flores… Pues eso mismo sucede con nuestra alma. Escuchemos lo que Concepción Cabrera le dice a su hija Teresa de María:
Hoy quiero hablarte de la pureza, porque Jesús no se conforma sólo con la limpieza ordinaria de pecados mortales ni veniales consentidos, ¡claro está!; no se conforma tampoco, sin duda, con imperfecciones desechadas, porque te quiere, a más de limpia, adornada. ¿Y en qué consiste ese adorno que da realce al alma y que la hermosea para el cielo? En las virtudes que son luz del Espíritu Santo, que son gracias que de Él proceden, emanaciones del mismo Dios[1].
Qué diferente es tener el alma limpia a tenerla adornada «con las joyas de las virtudes»[2].
A la Iglesia, esposa del Cordero, «se le ha concedido vestirse de lino fino, limpio y resplandeciente». El mismo texto explica: «El lino representa las buenas acciones del pueblo santo de Dios» (Ap 19,8).
El vidente del Apocalipsis nos dice: «Vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su novio» (Ap 21,2); «resplandeciente con la gloria de Dios. Brillaba como piedra preciosa, como jaspe cristalino» (Ap 21,11).
Un inmueble limpio, vacío y frío podemos llamarlo casa, pero solo cuando está amueblado, adornado y habitado lo llamamos hogar. Nuestro Dios-Trinidad quiere hacer de nuestra alma su hogar, quiere establecer su morada en nosotros (cf. Jn 14,17.23.); limpiemos, pues, nuestro interior y adornémoslo «con toda clase de heroicas virtudes»[3].
P. Fernando Torre, msps