Un hecho clave en la vida de Concepción Cabrera, al que a veces ni importancia le damos, es cuando ella da ejercicios espirituales a las mujeres de Jesús María. Este hecho manifiesta el espíritu misionero de esta laica. Ella tenía entonces veintiséis años, cuatro años y medio de casada y tres hijos.
Días antes de esos ejercicios en Jesús María, ella había asistido por primera vez a unos ejercicios espirituales, del 28 de julio al 4 de agosto de 1889, en San Luis Potosí. Fueron predicados por el P. Antonio Plancarte y Labastida, siguiendo el esquema de los Ejercicios espirituales de san Ignacio. El sexto día de ejercicios, Concepción entiende lo que Jesús quiere de ella: «¡Salvar almas!»[1] Once años más tarde, ella escribe sobre este acontecimiento:
Un día como bajado del cielo, preparándome con toda mi alma a lo que el Señor quisiera de mí, escuché claro en el fondo de mi alma sin poder dudarlo:
“Tu misión es la de salvar almas”.
Yo no entendí esto, me parecía tan raro y tan imposible, y pensé que sería esto, sacrificándome en favor de mi marido, hijos y criados.
Hice mis propósitos muy prácticos y, llena de fervor, redoblé mis deseos de amar sin medida al que es Amor[2].
Después de estos ejercicios, en lugar de encerrarse a gozar egoístamente de la experiencia tenida o de limitarse a hacer el bien a su marido, hijos y criados, Concepción sale de sí y de su esfera doméstica y se lanza a llevar el Evangelio a fronteras más lejanas. Así lo narra en su Autobiografía:
Con este crecido incendio en el corazón, el celo me devoraba, yo quería compartir mi dicha y las enseñanzas sublimes que había aprendido.
En esos días tuve que ir con los niños una temporadita al campo, a Jesús María, una hacienda de mi hermano Octaviano cerca de San Luis, y al llegar ahí, lo conchavé para que juntáramos mujeres para darles yo unos ejercicios, explicándoles lo que yo había oído.
Este hermano, que siempre ha sido muy bueno conmigo, condescendió luego y se reunieron 60 mujeres. Comenzamos, pues, en la Capilla; yo me sentaba en una silla abajo frente a ellas, y como en la tierra de los ciegos, el tuerto es rey, a las pobres les gustaba mucho lo que yo les decía, y lloraban, y se movían a contrición, y hasta me querían decir sus pecados, cosa por supuesto que yo no permití.
Cuando concluimos, vinieron sacerdotes, las confesaron, e hicieron una comunión muy fervorosa.
Yo me sentía feliz hablando de Jesús y de su santísima Madre y se me hicieron cortas las horas y los días que tan pronto pasaron»[3].
Como dije al principio, éste es un hecho clave en la vida de Concepción Cabrera, pues en él está contenida la dinámica esencial, el latido vital, de esta mística apóstol: recibir y transmitir. Como en una ininterrumpida diástole-sístole-diástole, ella acoge los dones que Dios quiera regalarle, y da a los demás con generosidad y sencillez lo que Dios le ha dado para dar. Ella puede ser acueducto para otros, porque antes ha recibido el agua viva que brota del divino manantial.
La experiencia de Dios, si es auténtica, acrecienta nuestro celo apostólico y desemboca necesariamente en la misión. Andrés tuvo un encuentro con Jesús de Nazaret, y lo primero que hizo fue ir a buscar a su hermano Simón para hablarle del Mesías y llevarlo a donde él (cf. Jn 1,35-42). A Pedro y Juan, las autoridades judías les habían prohibido, con amenazas, anunciar el Evangelio; sin embargo, lo seguían haciendo. La explicación que dan es simple: «no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20).
Si decimos haber tenido una experiencia de Dios y no nos sentimos lanzados a la misión, es mentira que hayamos tenido tal experiencia; tal vez sólo tuvimos una experiencia emotiva que gratificó nuestra ávida sensibilidad, o quizás tuvimos experiencia de un ídolo creado por nosotros a la medida de nuestro egoísmo o de nuestros deseos infantiles, ídolo totalmente diferente del Dios revelado por Jesucristo.
En sus ejercicios, Concepción tuvo una auténtica experiencia del Dios verdadero; por eso, experimentó necesidad de compartir su dicha y las enseñanzas sublimes que había aprendido; por eso, se conchavó a su hermano Octaviano para que juntara a las mujeres de la hacienda para darles unos ejercicios; por eso, ella se sentía feliz hablando de Jesús y de su santísima Madre y se le hicieron cortas las horas y los días de misión.
¿Hemos tenido experiencia de Dios? Cerremos nuestros labios, y dejemos que nuestro celo apostólico y nuestra acción evangelizadora den la respuesta.
¿Queremos ser una “Iglesia en salida”? Antes de lanzarnos a hacer planes pastorales, organizar acciones apostólicas o conseguir recursos, vayamos primero a la fuente: busquemos al Dios que es capaz de descentrarnos de nosotros mismos, dar agilidad a nuestros pies y poner fuego en nuestras palabras.
P. Fernando Torre, msps