Sábado después de ceniza: la comida con publicanos y pecadores

P. Eduardo Suanzes, msps

Sirva de introducción al comentario del texto evangélico de hoy el decir que el tema de las «comidas» en los evangelios tiene un significado teológico que, por supuesto, va mucho más allá que la mera anécdota del comer[1]: en los relatos de comidas abundantes, Jesús aportando alimento (pesca abundante, pan hasta saciarse…) es, así, presentado por los evangelistas como el portador de la misericordia de Dios que alimenta a su pueblo. Jesús calma el hambre de la multitud, proporciona pesca abundante, invita con vino nuevo a la fiesta del amor de Dios (bodas de Caná). El Reino ha empezado. Se ha inaugurado el tiempo de la fiesta donde se comparte el amor de Dios que libera de toda atadura (incluida la pobreza y el hambre).

 

Estos relatos[2] nos dan una pista de que el tema de «comer» es algo importante y significativo (pues se usa nada menos que para representar la irrupción del reinado de Dios). Por ello, no es de extrañar que encontremos el tema de las comidas en otro tipo de relatos, como el evangelio de hoy, mucho menos solemnes o prodigiosos, que transcurren en la vida cotidiana de Jesús. Un hecho tan cotidiano e insignificante como tomar alimentos, una necesidad casi meramente fisiológica que se repite todos los días, ocupa en los evangelios un lugar sorprendentemente importante. O no tan sorprendentemente, dadas sus características.

Muchos textos evangélicos muestran a Jesús comiendo en casa de alguien. El evangelio de hoy es un texto clave pues permite conocer el sentido que pudo tener para Jesús comer con alguien ajeno a su círculo familiar o de afines: es el de la comida con publicanos y pecadores. En torno a esa comida pasan muchas cosas, y algunas de ellas muy importantes y definitorias del ser y de la misión de Jesús.

El texto habla de que Jesús se sienta en la mesa en casa de un publicano (Leví o Mateo) y que come con muchos publicanos y pecadores. Lucas agranda el tipo de comida y dice que Leví ofreció «un gran banquete» en su casa, al que asisten muchos publicanos y otros (que luego son tachados por los fariseos de «pecadores. Jesús es el invitado y el publicano Leví el anfitrión.

Para entender el alcance de esa importante escena y el sentido y significado de lo que parece una mera «comida» comenzamos preguntándonos por el anfitrión y el invitado: como, en la sociedad de Jesús,  las relaciones entre personas se establecen según el honor social de que son portadoras, ¿qué relación de rango mantienen estos dos personajes?; ¿tienen el mismo rango-honor o lo tienen diferente?; ¿qué supone aceptar la invitación para comer con Leví y los publicanos? ¿Qué se desencadena a partir de ahí?

Pero para dar respuesta a estas preguntas,  una vez más, debemos situar la escena en su contexto, un contexto que evidencia una clara intención y que no es mera casualidad. Porque esta escena de la comida es precedida por una serie de curaciones en las que Jesús ha adquirido un rango de «maestro» y «sanador», alcanzando un estatus de respetabilidad muy superior al resto de personajes que aparecen. Y al llegar a la escena de la comida y dónde está situada podremos ver qué pasa con el estatus y el honor[3] de Jesús.

Tras las curaciones del endemoniado en la sinagoga, de la suegra de Pedro, del leproso del camino y del paralítico en la casa de Cafarnaún, cuando el honor de Jesús está muy alto, llega la escena de la llamada de Leví y la comida con los publicanos. Jesús, el maestro de alto rango, invita a un «pecador público», un publicarlo, para que sea su discípulo. La escena es en público, y el pecador (Leví) es notoriamente público. Ya no se trata de gente humilde más o menos marginal (los pescadores), ni de enfermos, sino de alguien tachado socialmente de pecador por cobrar los impuestos contra su propio pueblo. Jesús echa por la borda su honor no sólo hablando con un proscrito moral, sino también dándole importancia y llamándole a ser su amigo-discípulo.

Al comer con Leví, Jesús sigue rebajando drásticamente su rango-honor, pues comparte físicamente el ámbito del pecador, la misma mesa: ha sido invitado por él. Y en ese ámbito no sólo está Leví, sino otros muchos publícanos y «pecadores públicos». Ante la sociedad basada en el honor-vergüenza, Jesús ha perdido todo el honor que podía haber conquistado en las escenas anteriores. Esto ya es el colmo. Es como una declaración pública de Jesús de que le importa un comino el honor otorgado por las normas sociales. Al sentarse a comer con esa gente sin honor Jesús está igualando su honor al de ellos, pues comer en su mesa implica aceptarles, valorarles, respetarles, «abajarse» a su condición.

Aparece entonces la evaluación socio-moral-reliqiosa (escribas): un hombre que ha adquirido fama como maestro enviado de Dios no puede «apreciar» y «dignificar» así a los que se han alejado de Dios, a los pecadores. Un hombre que actúa así no puede ser «de Dios», pues Dios se complace en los justos y en quienes le honran con su corazón, sus palabras y sus vidas (pensamiento, palabra y obra). Y, por eso, aquí aparece la primera descalificación pública hacia Jesús por parte de los escribas, las autoridades religioso- morales en las aldeas de entonces. Pasan de «pensar» mal de Jesús (curación del paralítico de la escena inmediatamente anterior) a decirlo públicamente, aunque no se lo dicen en la cara, sino indirectamente a sus discípulos: « ¿Cómo es que come con publicanos y pecadores?»

Los letrados o escribas ya han puesto en cuestión públicamente el honor de Jesús. Pero la respuesta de éste ahonda todavía más la distancia que le separa de sus normas morales-sociales. Jesús resume su actitud en un proverbio o dicho: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores». El proverbio es muy duro, pues expresa que Dios, a través de su enviado, llama (se acerca, acoge, come-con, prefiere) a los pecadores, no a los justos. Esto trastoca toda la tradición religioso-moral israelita. Es como si dijera que Dios no se preocupa ni quiere a los justos. Es como si mostrara que los justos ya tienen bastante con su justicia, y que son más importantes los pecadores que los justos. Pero esta sería una interpretación falsa o interesada, pues aquí no se está maldiciendo o condenando a los justos (que deberían sentirse felices por serlo, y ya está), sino que, por un lado, se está poniendo en entredicho su prepotencia de querer monopolizar el amor-favor de Dios. Esto es lo que siempre se había predicado y enseñado, pero el Dios que predica-enseña-muestra Jesús es diferente, no es monopolio de nadie; es rey-soberano que decide cuándo, cómo y a quién acercarse; y -más que rey- es Padre amoroso que se deja llevar por su ser-amor.

Por otro lado, en esta escena fundamental, Jesús está devolviendo a los «excluidos» a su lugar en el seno amoroso de Dios. Son los hombres que se tienen por justos los que han excluido de la cercanía de Dios a los «injustos». Pero eso no parece quererlo Dios. El Dios que aquí se presenta no es un rey que vive cerrado en sí mismo rodeado de su corte de adeptos (los justos), sino que es un Padre amoroso que sale a la calle para acercarse a los excluidos, a los perdidos, a los necesitados del amor que otros hombres les han negado (cfr. las parábolas de la oveja-moneda perdidas y del hijo pródigo).

Y, así, en esa mesa se sientan abiertamente pecadores (publicanos y otros) con no pecadores (Jesús, sus discípulos). Esta comida abierta con los perdidos, con los débiles y pecadores, es imagen del banquete escatológico, ese banquete prometido por los profetas en el que Dios, el novio-esposo, festejará su amor por su novia-esposa, Israel, y en el que todos comen y beben de balde y en abundancia. Pero el banquete que muestra Jesús es «para todos», no sólo para los justos-fieles que han mantenido su «honor» según la Ley, sino también para los enfermos-débiles que no han podido dar la talla exigida por la moral imperante o que han sido excluidos como leprosos, como proscritos, como intocables o como no-amables por parte de la justicia humana de los justos. No; Dios es más grande que las estrechas miras de quienes se sienten en posesión de la verdad, de la norma y hasta del mismo Dios. El amor generoso del Padre supera la «justicia» de los reyes que premian o castigan, y pone en entredicho la «justicia» de los que excluyen a otros.

Los pecadores son aceptados sin más, porque sí, al banquete. Arriba dije que esto podría ser interpretado interesada o peyorativamente como una absurda exaltación de la no-moral, o como una aprobación de la maldad o del comportamiento injusto o pecaminoso. Pero no se trata de eso. Queda claro en el texto que lo que se pretende es «corregir» una injusticia histórica: la que excluye a muchos de la mesa-amor de Dios porque leyes, costumbres o usos mundanos los han calificado como «pecadores». La persona como tal (y su drama, que sólo Dios conoce) está por encima de juicios externos o sociales, por mucho que se fundamenten en la Torah escrita o en la tradición.

P. Eduardo Suanzes, msps

 

[1] Esto no es una casualidad sino que tiene su propia lógica. El alimento es, en todas las culturas, una necesidad primordial. Su falta significa la desgracia o la muerte por inanición. En una tierra de recursos limitados, la lucha por comer es la lucha por la supervivencia cada día. Los pescadores pescan para sobrevivir: el pescado se convierte en símbolo de sus propias vidas; si no lo tienen, mueren. Los que están en descampado necesitan comer; si no consiguen alimento pronto pueden también morir. Así era en la antigüedad, cuando las reservas energéticas del cuerpo humano eran escasas, ya que la mayoría de la población era pobre. Las muertes prematuras eran abundantes y fruto de una mala nutrición. No es de extrañar, por tanto, que la comida juegue en los evangelios un papel crucial, pues comer era la primera necesidad de casi toda la población.

[2] Sixto Iragui, El Jesús histórico. Comida con publicanos y pecadores. Madrid, 2009

[3] Recordamos una vez más que en la sociedad de Jesús la gente se movía, se relacionaba y vivía según el estatus de honor que poseía; el honor era un bien escaso que podía perderse o ganarse (solo los hombres, la mujeres una vez que lo perdían, lo perdían para siempre). En función de honor de una persona se relacionaba y “existía” para los de su mismo rango: jamás podía relacionarse ni con los de un rango superior de honor y (mucho menos) con los de un rango inferior: eso supondría perder el honro ganado. Si una persona de rango superior de honor te invitaba a comer suponía que tu honro ascendía en rango; si tú eras invitado (y aceptabas) a una comida con alguien de rango inferior, por ser tú el invitado perdías el honor y te situabas en el rango del anfitrión.

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