La llamada al amor es siempre seductora. Seguramente, muchos acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que un día les hablara de… ¡amar a los enemigos![1]
Los oyentes le escuchaban escandalizados. ¿Se olvida Jesús de que su pueblo vive sometido a Roma? ¿Ha olvidado los estragos cometidos por sus legiones? ¿No conoce la explotación de los campesinos de Galilea, indefensos ante los abusos de los poderosos terratenientes? ¿Cómo puede hablar de perdón a los enemigos, si todo les está invitando al odio y la venganza?
Sin embargo, Jesús lo hizo. Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, distanciándose de los salmos de venganza que alimentaban la oración de su pueblo, enfrentándose al clima general de odio que se respiraba en su entorno, proclamó con claridad absoluta su llamada: «Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os calumnian».
Su lenguaje es escandaloso y sorprendente, pero totalmente coherente con su experiencia de Dios. El Padre no es violento: ama incluso a sus enemigos, no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse sino en amar incondicionalmente a todos. Quien se sienta hijo de ese Dios, no introducirá en el mundo odio ni destrucción de nadie.
El amor al enemigo no es una enseñanza secundaria de Jesús, dirigida a personas llamadas a una perfección heroica. Su llamada quiere introducir en la historia una actitud nueva ante el enemigo porque quiere eliminar en el mundo el odio y la violencia destructora. Quien se parezca a Dios no alimentará el odio contra nadie, buscará el bien de todos incluso de sus enemigos.
El que amemos a los enemigos no significa que nos tengan que caer bien a fuerzas. Significa buscar su bien, a pesar de que me cae mal; significa tratarle con amor y desapego de mí mismo cuando por dentro “se me están revolviendo las carnes”. Significa estar ahí para cuando tenga alguna necesidad y desterrar -por supuesto- cualquier atisbo de venganza u odio contra él.
El modelo, dice Jesús, es el Padre. Y Jesús habla desde su propia experiencia del Padre. ¿Por qué? ¡Porque esa es nuestra auténtica identidad! Jesús pide que nos vivamos en conexión continua con nuestra verdadera identidad; es decir, nos invita a tomar distancia de nuestro propio yo falso y egoísta, hasta tal punto que dejemos de creer que lo que es bueno para mi ego es bueno para mí. Supone pues, un vaciarse completamente en función del otro, de todo otro, incluso del enemigo. Porque así es el Padre, que se vacía a Sí mismo (por decirlo así) sobre todo hombre si retener nada para Sí mismo (es una forma de hablar).
El Padre es como un torrente impetuoso de aguas puras y cristalinas que continuamente se está derramando sobre cada uno de nosotros; es una fuente inagotable que se vuelca sin mesura para saciar nuestros vasos ínfimos y vacíos.
Jesús nos está diciendo que seamos torrentes, fuentes volcadas sobre todos los demás, como lo es el Padre.
Pero esto no lo podremos ver, comprender, experimentar, si estamos enganchados a nuestro viejo y falso yo porque este solo busca ser el centro de su sistema planetario. A ese falso yo le encanta sentirse ofendido, porque ese sentimiento fortalece intensamente la sensación de su propia identidad. Pocas cosas alimentan tanto al yo como el agravio, la queja y el resentimiento…; si acaso, el elogio. Por eso se ha dicho que, si quieres ver en acción el ego, de una persona, sólo hay que adularla o criticarla.
No. Experimentamos eso de ser torrentes y fuentes volcadas sobre los demás si tenemos la dicha de vivirnos desde nuestra auténtica identidad; si nos movemos desde nuestro auténtico genoma humano-divino. Cuando somos capaces de actuar fuera del falso yo en ese momento nos estamos viviendo desde nuestra auténtica identidad, que es la humano-divina, pues somos su imagen.
Esta manera de amar, es decir, desde nuestra identidad, tiene una peculiaridad única y genuina inconfundible: esa forma de amar es fecunda y engendra al mismo Cristo sobre quien amamos. No podía ser de otra forma, porque se participa de la misma fecundidad del Padre que engendra a su propio Verbo, a su Hijo, por la acción de su mismo amor que es el Espíritu Santo.
En 1930, el Señor Jesús le dijo a Concepción Cabrera de Armida
« ¿Acaso no dije: `sean perfectos como mi Padre celestial es perfecto’? Y ¿cuál es la perfección eterna e infinita del Padre sino el amor fecundo? Y ¿quién es el Amor infinito sino el Espíritu Santo? Y ¿con cuál amor se ama el Padre sino con el mismo amor que lo hace Dios, con el Espíritu Santo?»[2]
Amar, pues, de esta forma es lo que nos asemeja al Padre con toda intensidad y el camino de la vida espiritual consiste en amar así, de esa forma, desde la cruz. Por eso la cruz es fecunda, porque representa el amor sin condiciones cueste lo que cueste.
P. Eduardo Suanzes, msps
[1] Cfr. José Antonio Pagola, Amar a quien nos hace daño; Una llamada escandalosa; Sabiduría y compasión en www.feadulta.com
[2] Concepción Cabrera de Armida, Cuenta de Conciencia 55,685; 3 de junio de 1930