Sábado II de Cuaresma: Un padre tiene dos hijos. El mundo único constituido por tres personas

P. Eduardo Suanzes, msps

En el Evangelio del día de hoy, ya desde el inicio se nos subraya la «realidad»: un padre tiene dos hijos. La lacónica frase presenta un mundo único constituido por tres personas. La palabra «padre» alude a origen, mientras que la de «hijo» refiere algo que ha fluido de ese origen. Es el estadio original unitario en el que los hijos son-en-el-padre y el padre es-en-los-hijos. Pero ese estadio originario va a entrar en tensión enseguida, y esa unicidad va a ser rota[1].

La tensión va a venir en la parábola por la existencia de dos formas divergentes de «mirar» esa realidad: la del padre, siempre unitaria y unificadora, y la de los hijos. Ninguno de los dos hijos de la parábola «entiende», o «ve» a su padre como quien realmente es: el origen que les constituye.

La mirada del Padre siempre unitaria y unificadora

La mirada de los hijos que no se ven en el Padre

Los dos hijos se ven «aparte» del padre, como entes que parecen no tener nada que ver con él. El pequeño lo explicita desde el principio: pide «su parte» de la hacienda y se va de casa, se va de su padre para vivir una vida «aparte» de él. El mayor, el hijo aparentemente «formal», se ha quedado en casa, pero resulta que no se siente nunca en-su-padre, sino que lo mira más bien como un amo («hace tantos años que te sirvo… y obedezco tus órdenes» -le dirá), es decir, que también se ve «aparte» del padre.

El Padre siempre aparece des-centrado

El padre, que es el centro constitutivo de esa unidad, sin embargo, en ningún momento de la parábola aparece como el situado «en el centro», «en medio» (en el sentido de ser visto como «el más importante»). Claro que en el significado profundo de la parábola él es el centro de la misma, pues su ser y estar es comparado con el ser y estar de Dios mismo, pero en los sucesos relatados siempre aparece como desplazado. Efectivamente, este es un padre que no «manda», que no recibe «atenciones» o «veneración» por parte de sus hijos, sino exigencias, órdenes o recriminaciones. Paradójicamente, debiendo ser «el centro» de esa casa, el padre de esta historia es, en realidad, el «último».

Desconectándose de su origen el hijo ya no es-en-su-padre

Entonces, ¿quién ocupa el centro? ¿Quién se pone en el medio? En el devenir de la historia, son los hijos los que se ponen a sí mismos en el centro. El hijo menor no tiene «mirada» (pensamientos y palabras) más que para sí mismo y sus intereses. No ruega al padre su parte de la herencia, sino que se lo ordena en tono imperativo: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Más que hijo parece un acreedor que reclama lo suyo («la parte que me corresponde») y que se coloca en posición de superioridad frente al deudor. El padre nada dice; calla y obedece; y se des-centra plenamente, pues reparte la hacienda a los dos hijos. El hijo, en cambio, se ha puesto «en medio», «en el centro»; su atención sólo se dirige hacia sí mismo, hacia lo que él quiere y desea. Su mirada egoica pinta una realidad en la que las cosas y la autonomía le van a dar el ser. Se va a «hacer su vida», desconectándose por completo de su origen, en el que es. Ya no es-en-su-padre (si es que alguna vez se sintió así), sino que es-en-su-yo. Pero al desfondarse lo que sustenta al ego (las cosas pasajeras, los deseos no colmados, etc.), su yo se desfonda también, y llega la soledad. Rodeado de animales impuros, sin nada material que llevarse a la boca, el hijo toca fondo: nada hay en su yo que le estructure y le sostenga. Deberá iniciar un difícil camino de retorno a su ser verdadero y originario; deberá desandar el camino que anduvo construyendo su efímero-falso ser-en-su-yo para reencontrarse con su verdadero ser, que es ser-en-su-padre.

El hijo es abrazo desde las entrañas maternales del Padre

Lo más bello de la parábola es que, cuando llega a casa, su padre es quien le pone con motivo, en el centro. Quien vuelve a casa es ahora un hombre roto, desfondado, un perdedor, un último. ¿Qué hace el padre? ¿Se coloca él en el centro para amonestar al hijo con su dedo índice, avergonzándole por sus errores? No. Ese padre simboliza lo que Dios es: un amor constante que no cesa nunca de fluir, y menos ahora. Y es ese Amor que el padre es quien le lleva, cómo no, a poner en el centro a su hijo postrado. Ése es quien importa, el último, el postrado, ése es quien requiere toda la solicitud del amor. Y abraza conmovido en sus entrañas de madre a ese hijo tan necesitado de ser iluminado por el calor de todo su amor.

Y ahí se produce la fiesta. Las sandalias, el anillo, la túnica, el mejor ternero… todo eso es para este último, para este pecador, para este abatido, para este roto, para este casi no-hombre (recuérdese el símbolo de que vivía entre los cerdos), para este «pequeño». Aunque la acción del padre, estremecedora por su ternura y verdad, sea el centro del significado profundo de la parábola, en el relato se resalta que quien es puesto en el centro es ese hijo necesitado. Tal acción del padre implica, de nuevo, un abajamiento de su posición, un descentrarse, un quitarse él para colocar en su lugar al postrado porque, parece decirle, «mi ser eres tú».

En este momento, el hijo recobra su ser. Se contrasta su situación de indignidad, hambriento entre los cerdos, con su actual situación de dignidad: las sandalias, el anillo y la túnica hacen referencia a la dignidad propia de los señores, de los reyes. En ese ámbito del reino de Dios, el hombre es rey, es señor, es plenitud. La vinculación al ego provoca muerte, no-vida, no-ser; la vinculación al ser provoca vida, dignidad, ser. De ahí la fiesta, el banquete, símbolo de gozo pleno de la vida, del ser.

El hijo mayor tampoco se reconoce como hijo, sino como siervo

Cuando llega el hijo mayor, también él se coloca egoicamente en el centro. Este hijo pasa del estado de niño interior sumiso al de niño interior rebelde celoso-envidioso, que, enrabietado, poseído por su pulsión egoica, se niega a entrar en la fiesta, es decir, a aceptar esa realidad. Parece querer aguar esa fiesta y que la atención se centre en él y sólo en él (típica actitud infantil). De nuevo el padre se sale de su centro natural (literalmente, sale de la fiesta) y se abaja suplicando al hijo. Este, crecido y engreído, parece no querer dejarse abrazar-integrar, sino que ataca al padre, le reprocha su tacañería. Pero, al hacerlo, delata el dominio egoico al que está sometido: nunca me das nada, yo te sirvo y te obedezco… (se contradice, ya que el padre le dio también a él su parte de la hacienda). Al principio, el hijo menor parecía acreedor de su padre, ahora al final, el mayor adopta la misma pose: exige al amo que le pague sus servicios. Su yo (su falso yo) le impide ver la realidad de que su ser no es ser siervo del amo, sino ser hijo del padre, es decir, ser-en-él. Así se lo explica el padre al final de la historia: «hijo, tú siempre has estado conmigo y todo lo mío es tuyo». Es una proclamación de la unicidad que siempre ha vivido el padre. Aunque el hombre tenga una visión errónea de la realidad y se vea a sí mismo (desde su yo) separado de Dios, la realidad es que Dios siempre es-en-el-hombre, y el hombre siempre es-en-Dios. Y, además, la proclamación de integración paterna implica que los dos hijos son hermanos, es decir que el hombre siempre es en el hombre; que no hay separatidad, sino unicidad, entre todos los seres humanos. Esto no lo ven los hijos desde su ego separado: el menor se fue también de su hermano, y el mayor no considera al menor hermano suyo (en el texto nunca le llama «hermano mío», sino «ese hijo tuyo»).

El emplazamiento que hace el padre al hijo para que cambie su mirar la realidad, queda abierto. No se dice qué hace este hijo mayor: si sigue con su berrinche egocéntrico o entra en la fiesta de la alegría, del ser. Pero, de la propia parábola se desprende que sólo podrá entrar en la fiesta de la vida, del ser, si desmonta ese andamiaje irreal que habita en su mente, si deja de pensar en su yo separado y se abaja y se hace último en lugar de primero (protagonista); si, como su hermano menor, desanda ese camino mental de separatidad y se vivencia en su padre (y, con ello, en su hermano), es decir, en el amor festivo e indiscriminado que significa el «nosotros». Sólo abajándose a la pequeñez de sus limitaciones podrá entrar en ese ámbito de vida-fiesta y abrazar y ser abrazado, es decir, integrado vitalmente en la esfera imperecedera del ser.

Quizás Jesús concluyó la parábola con este final abierto porque entendía la dificultad de realizar ese camino de retorno al ser originario. La parábola es magnífica y sugerente en su exposición, y certera en su diagnóstico. Lo que en ella se dice es «verdad del evangelio», es decir, es camino de realización y de salvación.

Todo esto no es algo accidental o secundario, sino núcleo de la propuesta salvadora de Jesús. Es cada oyente del relato quien debe dar la respuesta a las preguntas que suscita el final del mismo: ¿Entro en la fiesta de la vida o me quedo con mi ego quejoso-alterado? ¿Me atrevo a dar el paso de renunciar a lo que me parece evidente (lo que mi mente ve), esto es, «mis derechos» (mi parte de la hacienda, mi pretensión de ser protagonista y objeto de atención de todos), y me arriesgo a abajarme y lanzarme a una vida de unicidad con todos sin pedir nada a cambio? ¿Me encastillo en mis seguridades y busco por mí, o coloco en el centro de mi vida al otro y, en especial, al otro postrado para servirle?

Sí. Es paradójico (y difícil de aceptar por la mente) que la donación de sí sea el camino para lograr ser. Otra vez, esto tiene un nombre en el evangelio, y se llama cruz.

P. Eduardo Suanzes, msps

 

[1]  Todo (Excepto las imágenes) está tomado de Sixto Iragui, El Jesús histórico. Dios es Abbá (Padre querido)

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