Existe en todo el Evangelio una línea, un hilo conductor[1], que prima, que alaba el no-ser. No es otro en definitiva el significado más profundo de la cruz en que Jesús no tiene «parecer, ni hermosura que atraiga, ni belleza que agrade». En esta parábola desconcertante del fariseo y el publicano, del evangelio de hoy, quien queda justificado no es el justo, el ayunador y el limosnero, sino el que nada tiene y ni siquiera es. Es tan poco el publicano, que está escondido, agazapado, encorvado al fondo, sin atreverse a levantar los ojos.
¿Y qué haremos los que somos ricos en tantas cosas, los que estamos hinchados, los que nos creemos buenos? ¿Es que no nos queda ninguna esperanza? ¿Acaso nunca saldremos justificados? La primera esperanza es que vayamos cayendo en la cuenta de que lo que nos salva no es lo que tenemos, sino lo que no tenemos, no es lo que somos, sino lo que no somos. Esa es la paradoja continua del Evangelio
Existe un poema chino que dice: «Se moldea la arcilla para hacer la vasija, pero de su vacío depende el uso de la vasija. Se abren puertas y ventanas en los muros de una casa, pero es el vacío lo que permite habitarla»[2].
¿Podemos entender eso? Si para los hombres es imposible, es posible para Dios. Por la fe podemos ir entendiendo lo que es el meollo del Evangelio: que Dios nos salva con su impotencia y que es también la impotencia el rasgo definitivo de nuestra imagen y semejanza con Dios. Si hay que gloriarse, dice Pablo, «muy gustosamente me gloriaré en mis debilidades»[3], es decir, en lo que me falta, en lo que no soy, en mis carencias.
Por otro lado hay que estar atentos. Las oraciones de agradecimiento pueden hacerse egoístas. Si doy gracias a Dios por todo lo que yo tengo y todo lo que se me ha dado, sin ningún sentido de gratitud por lo que se ha dado a otros, terminaré siendo completamente egoísta. Gracias a Dios, tengo comida suficiente cuando otros no la tienen. Gracias a Dios, estoy sano aunque otras personas que me rodean no lo están. Gracias a Dios, vivo seguro; no sé cómo viven los demás. Gracias a Dios, soy honrado y compasivo, a diferencia de otras muchas personas. Ésta era la oración del fariseo de la parábola: « ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano». Ésta no es la oración de un corazón verdaderamente agradecido, sino el egoísmo y el orgullo de un ego hinchado[4].
Si consideramos, como decíamos antes, la manera de hablar y proceder de Jesús, el hilo conductor del Evangelio, descubrimos siempre una espiritualidad desde abajo[5]. Jesús se dirige intencionadamente a los pecadores y publicanos porque los encuentra abiertos al amor de Dios. Por el contrario, los que se tienen por justos, reducen frecuentemente sus intentos de perfección a un girar en torno a sí mismos. Vemos a un Jesús tierno y misericordioso con los débiles y pecadores pero duro en su crítica contra los fariseos. Estos, efectivamente, encarnan típicamente la espiritualidad desde arriba. Tienen indudablemente aspectos buenos y quieren agradar a Dios en todo lo que hacen: pero no caen en la cuenta de que en su intento por observar todos los preceptos se están buscando en realidad a sí mismos y no a Dios. Son voluntaristas, creen poder hacerlo todo y solos. Les importa mucho menos encontrarse con el amor de Dios que con el cumplimiento literal de la ley. Quieren hacerlo todo por Dios pero piensan que no necesitan de Dios. Lo único verdaderamente importante es el cumplimiento de los ideales y normas que se han prefijado. De tanto mirar a la letra de los preceptos se olvidan de la voluntad de Dios que en ellos se contiene.
En esta parábola enseña Jesús que no quiere una espiritualidad desde arriba sino desde abajo porque ésta es la que abre los corazones de los hombres a Dios. El corazón contrito y roto es un corazón abierto. El publicano reconoce sus pecados, es perfectamente consciente de que no puede poner en orden todo el desorden causado. Por eso se golpea contrito el pecho mientras, en su perplejidad, su vacío es el que abre el corazón de Dios para llenarlo.
En varios pasajes y con diversas comparaciones enseña Jesús que él ha preferido lo débil y pobre. A los ricos y poderosos les va bien en la vida y pueden permitírselo todo, pero serán excluidos del festín de bodas en el reino de los cielos. En cambio recibirán invitación los pobres, cojos, lisiados y ciegos[6]. El rico Epulón, el yo todopoderoso, que dispone de todo lo que quiere, es víctima de su inmoderación y caprichos, de una desmesurada autoestima. El pobre Lázaro representa todo lo despreciado, herido, enfermizo, hambriento y sediento que hay en la persona. Dios acepta lo perdido y marginado. Igual podríamos decir respecto a la parábola de la oveja y la del hijo pródigo. Porque cuando el hombre se encuentra sin nada, es cuando más necesidad siente de abrirse para llenarse de los dones de la gracia divina.
La nada del hombre es lo que se hace irresistible para el Corazón de Dios:
«Y así está contenta [el alma], a sus anchas, y así la ama el Señor; y de tal suerte atraen a Dios aquellos misteriosos harapos del alma, que el corazón divino no acierta a resistir, y viene hasta el fondo de aquella miseria que lo atrae, y el misterio divino se realiza, la misericordia y la verdad se encuentran, y en aquella fiesta inefable, Dios vuelve a enriquecer el alma; y esta devuelve al Señor sus dones para revestirse de sus harapos, y el ciclo de la humildad y del amor se sigue recorriendo por Dios enamorada, y por el alma anonadada»[7].
P. Eduardo Suanzes, msps
[1] Cfr. Dolores Aleixandre. Dichosos vosotros… Memoria de dos discípulas. Ed. CCS. Madrid 2004
[2] Libro de Tao, verso 11: el vacío. El Libro cuya autoría se atribuye a Laozi (archivista de la corte de la dinastía Zhou: el «Viejo Maestro»), es un texto clásico chino del siglo VI aC. Tao, significa “camino”.
[3] 2 Cor 12,9
[4] Albert Nolan. Jesús, hoy. Una espiritualidad de libertad radical. Ed. Sal Terrae. Santander 2007
[5] Cfr. Anselm Grün y Meinrad Dufner. Una espiritualidad desde abajo. El diálogo con Dios desde el fondo de la persona. Ed Agape. Buenos Aires
[6] Lc 14, 12 ss
[7] Concepción Cabrera de Armida. Cuenta de Conciencia, 57, 117-118; 26 de agosto de 1931