Sábado IV de Cuaresma. La palabra de Jesús divide

P. Eduardo Suanzes,msps

En el Evangelio se nos dice que «algunos que lo habían escuchado comenzaron a decir: ‘Este es verdaderamente un profeta…es el Mesías… ¿acaso el Mesías puede venir de Galilea? ¿No debe venir de Belén?’…y así surgió una división por causa de Jesús»

¿Qué es lo que había dicho Jesús que provocó la división entre los judíos, primero, entre los guardias del Templo y los fariseos después, y entre Nicodemo y sus compañeros, también fariseos, al final?

Estamos en Jerusalén, es más, en el Templo, en el último día de la fiesta de las Tiendas o las Chozas, probablemente, el séptimo día. Hay que recordar algunos datos de la fiesta de las Chozas: a) Actualizaba litúrgicamente la experiencia del desierto. Allí Moisés procuró al pueblo maná para comer y agua de la roca para beber; b) En la liturgia había una ceremonia del agua, llevada desde la fuente de la piscina de Siloé y terminaba en el templo, en el altar de los holocaustos, haciéndose peticiones por la lluvia temprana; y c) La fiesta había incorporado esperanzas mesiánicas[1].

¿Qué es lo que pasa dos versículos antes del trozo del evangelio que hemos escuchado? Bueno, inmediatamente antes sucede que Jesús, seguramente durante la procesión del agua, se pone en pie y grita:

« — Quien tenga sed acuda a mí a beber: quien crea en mí. Así dice la Escritura: De sus entrañas manarán ríos de agua viva» (8,37)

Y Juan aclara:

Dijo esto a propósito del Espíritu que iban a recibir los que se habían puesto a creer en él, porque no había todavía Espíritu, pues Jesús no había sido glorificado todavía.

Es decir, que Jesús  acaba de anunciar al Espíritu Santo como el manantial prometido, que brotará de sus entrañas. Y a la sed que se refiere Jesús es a la experiencia espiritual del deseo de plenitud a la que aspira todo ser humano y que no puede venirle más que de Dios. Y esto lo dice en el centro neurálgico espiritual de Israel: en el Templo. Uno recuerda, así mismo, aquella visión de Ezequiel[2] en que vio salir del Templo un río inmenso de agua que lo vivificaba todo: ¡hasta el Mar Muerto lo convirtió en mar de vida!

Me imagino el shock de la gente: por un lado la procesión solemnísima del agua, que no era solo una petición de la lluvia para el nuevo año que venía, sino que simbolizaba además, y sobre todo, esa renovación espiritual de Sión, anunciada por Ezequiel; y por otro lado, ese galileo, puesto en pie y gritando que de sus entrañas, es decir, de su corazón, manaría la renovación espiritual de Israel. Desde luego a nadie se le ocurría decir una cosa así. La discusión está servida.

¿Mesías? ¿Profeta? ¿De Galilea? ¿Pero de Galilea puede salir el Mesías?  La gente discute sobre Jesús a pesar de estar totalmente a oscuras de lo que es[3]. Pero para los fariseos no hay discusión posible: su decisión ya está tomada de antemano. A la respuesta admirativa de sus subordinados y a la pregunta sensata de Nicodemo, uno de los dirigentes, los fariseos reaccionan con la cólera y la injuria. Manifiestan sus prejuicios y su decisión ya tomada, y seguramente una inseguridad latente, como si estuvieran viendo amenazado su poder.

En definitiva, lo que les hace sordos a los fariseos es su concepción de la Ley. No se dan cuenta de que la Ley es válida en la medida en que indica la voluntad de Dios, en que es el camino de la palabra viva. Si el decálogo no invita al diálogo, a la apertura, al abrazo misericordioso, se convierte en un simple catálogo, en un corsé que puede mantener recta a la persona, pero que paraliza al buscador de Dios. Jesús invita a cada uno de los hombres, no ya a prescindir de la ley, sino a escuchar a Dios que habla a través de ella. Pero a veces nos asusta lo que Dios quiere decirnos y lo rechazamos por sistema, porque no entra, tal vez, dentro del ámbito que conocemos, que es exactamente lo que está haciendo Jesús. Al final, ellos utilizarán la fuerza para impedir que la Palabra se deje oír; nosotros utilizamos triquiñuelas más sutiles para no dejarnos alcanzar por la Palabra de Dios.

Aviso, pues a navegantes: acoger la Palabra es dejarse invadir por ella, sin condiciones previas, dispuestos a dejarnos sorprender y a que nos lleve por caminos antes insospechados.

 

[1] Cfr. Luís Alonso Shökel. Biblia del Peregrino. Vol. III. Nuevo Testamento. Edición de Estudio. Ed. Verbo Divino. Estella (Navarra) 1997

[2] Cfr. Ez 47,1-9.12. Lectura de hace unos días…

[3] Xavier Leon-Dufour. Lectura del Evangelio de Juan II. Ed. Sígueme. Salamanca 1992

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