Santos Simón y Judas, Apóstoles – Oración

P. Sergio García, msps

Hace muchos años, Jesús, lo recuerdo ahora con gratitud y nostalgia, sentí que me llamabas a ser misionero. En este día y en esta hora de oración me pregunto ¿por qué? ¿Por qué pusiste en mi alma esta inquietud misionera? Porque la siento muy viva desde entonces, muy dentro, tan dentro que ya no entiendo mi vida si no fuera misionera.

La semana pasada el pensamiento y el corazón se me fueron sobre aquellos desconocidos y desconocidas misioneros y misioneras que, por ti y por el evangelio, lo dejaron todo. Encontraron el tesoro del campo, la perla preciosa, la vida nueva cuando, dejándolo todo, hicieron suyo lo más tuyo: “El envío evangelizador”.

En varios momentos de tu vida te presentaste como “enviado por el Padre”, señalaste que “era necesario ir a otros lugares a predicar el evangelio pues para esto habías salido”. La dinámica misionera llenó tu corazón de entusiasmos nuevos que nada ni nadie te detuvo hasta llegar a la Cruz, supremo momento misionero y evangelizador.

Nuestro querido Padre Félix Rougier levantó su mano para apuntarse a las misiones más peligrosas de entonces: Oceanía. Y, aunque nunca fue por aquellas islas, nunca bajó la mano. Lo tomaste y lo fuiste llevando por caminos misioneros, desconocidos y compartiendo con él una fecundidad sorprendente.

Jesús, mi querido misionero Jesús, esa experiencia es algo de lo que no puedo desprenderme. Lo sabes, he buscado acomodos, seguridades, tranquilidades y cosas parecidas, pero, siempre en lo más dentro de mi aparece la vocación misionera. Esté donde esté soy tu misionero y en el cielo quiero seguir siéndolo a tu manera y desde tu corazón resucitado.

Además, mi querido Señor Jesús, hoy celebramos a dos de los primeros misioneros apóstoles que llamaste para que estuvieran contigo y para enviarlos a predicar. Así nos lo dice tu evangelio:

“Por aquel tiempo subió a una montaña a orar y se pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a los discípulos, eligió entre ellos a doce y los llamó apóstoles: Simón, a quien llamó Pedro; Andrés, su hermano; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás; Santiago hijo de Alfeo y Simón el rebelde; Judas hijo de Santiago y Judas Iscariote, el traidor. Bajó con ellos y se detuvo en un llano. Había un gran número de discípulos y un gran gentío del pueblo, venidos de toda Judea, de Jerusalén, de la costa de Tiro y Sidón, para escucharlo y sanarse de sus enfermedades. Los atormentados por espíritus inmundos quedaban sanos, y toda la gente intentaba tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos” (Lc 6, 11-19).

¡Qué corta es la vida para un encargo tan grande! Pero qué fuerza tan grande es la de tu evangelio que no se detiene con nada. Jesús, te lo confieso, me asusta el rumbo que está tomando la sociedad y los pueblos tan desprovistos de tus luces y de tu presencia. Se ha desatado una persecución peor que todas y tú callas, miras, sigues confiando y enviando; se está cuestionando no sólo un cambio de época, sino un cambio de humanidad. Y esto me asusta. Pero, esta realidad, me lleva a entrarle al evangelio con la fuerza de tu Espíritu y mantener la verdad que va envuelta con el manto de mis debilidades y miserias.

Así y todo, Jesús, he sido y soy tu misionero y eso no me lo quita nada ni nadie, ni la muerte ni la enfermedad, ni mis caídas ni mis cansancios, ni el poder aparente de quienes dominan las leyes a su antojo. Donde esté soy y seré tu misionero.

Pero no quiero, mi Jesús, centrarme en mi; quiero admirar y agradecer a todos aquellos hermanos y hermanas que actualmente andan sanando, alentando, arriesgando sus vidas, gozando la convicción profunda de su vocación evangelizadora.

Y estoy seguro que nunca faltarán. Tú seguirás llamando, enviando, fortaleciendo, seduciendo. Nunca Jesús en una actitud triunfalista y dominante, sino humilde y servicial para ser conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, como nos lo asegura san Pablo:

“De modo que ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los consagrados y de la familia de Dios; edificados sobre el cimiento de los apóstoles, con Cristo Jesús como piedra angular.

Por él todo el edificio bien trabado crece hasta ser santuario consagrado al Señor, por él ustedes entran con los demás en la construcción para ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 19-22).

Jesús, veo que la misión se descubre en la oración; experimento que la vocación es fruto de una iniciativa tuya. No tenemos una misión, es la misión la que nos tiene a nosotros. Y, para realizarla de acuerdo a tu voluntad, te pido que nos des una “clara visión” de cómo son los pasos de esta misión, pero, sobre todo que agrandes “la pasión” por el evangelio y por los hermanos que son los que más lo necesitan.

Los santos apóstoles que hoy celebramos, humildes y de segunda fila, fueron también llenos del Espíritu Santo y fueron tus evangelizadores. Pero, para serlo, primero hay que pasar mucho tiempo contigo como tú pasaste, antes de llamarlos, mucho tiempo de oración con Dios. Y experimento, mi Jesús, que la misma oración, como ésta, ya es evangelizadora y misionera. Sólo tú sabes el alcance que tiene en tu Iglesia la vida contemplativa, el “sólo Dios basta” que decía tu santa Teresa de Ávila.

Jesús, la oración es la que acorta distancias, proporciona diferencias, fortalece e ilumina a tu Iglesia como tal. Nunca es la oración pérdida de tiempo frente a los grandes retos sociales y religiosos, es la oración el ambiente propicio donde abunda la luz y crece la pasión.

Tu Santa Madre, María de Nazaret es, en su soledad y en su oración, la que estuvo engendrando hijos e hijas para tu Reino. Ella es madre que engendra y da vida, madre que acaricia y sostiene, madre que cuida y hace crecer. A ella, Reina de las misiones, le suplicamos también que siga alentando a todos los misioneros y misioneras que un día dijeron “sí” y perseveran en su misión.

“Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte”.

Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros. Amén.

P. Sergio García, msps

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