Las filacterias, ahora ya lo sé, eran (son) pequeñas cajas forradas de pergamino o de piel negra de vaca que contienen tiras de pergamino en las que están escritos cuatro textos bíblicos fundamentales para el judío. Desde los trece años, durante la oración de la mañana en los días laborables, el israelita varón se ponía (se pone) una sobre la cabeza y otra en el brazo izquierdo, pronunciando estas palabras: «Bendito seas, Adonay, Dios, Rey del Universo, que nos has santificado por tus mandamientos y que nos has ordenado llevar tus filacterias». Es decir, era (es) una forma de tener la Ley siempre ante sus ojos.
Recuerdo que en mis tiempos de ingeniero técnico, en enero de 1999, decidí, por sorpresa y a lo loco, hacer sólo un viaje al Sinaí, impulsado por un querido compañero de oficina, y en el camino me detuve unos días en Jerusalén. Todos los días sentía el impulso de ir al muro de las Lamentaciones a orar, pero una mañana me dediqué a otra cosa: me senté en frente del muro solo a observar. Vi a muchos judíos, como se pueden imaginar, acercarse a lo que quedaba de la muralla del Templo de Jerusalén, y hacer sus oraciones con devoción. De pronto, observé cómo se acercaba de lejos un viejito venerable, con su abrigo negro, su sombrero también negro, y su barba larga y blanquísima. Inmediatamente generó en mí una ternura incontrolable. Observé cómo pausadamente, mirando al suelo, apoyado en su también viejo bastón, se acercaba al muro muy lentamente, arrastrando los pies como podía. Le saqué, sin que se diera cuenta, una foto. Se quitó el sombrero y el abrigo y los depositó sobre una silla blanca de plástico que parecía le estaba esperando; sacó de su viejo abrigo una cajita negra que se amarró en la frente con unas cintas de cuero. Después otra que se amarró en su brazo izquierdo con siete vueltas sobre él, sujetando el extremo de la cinta con la mano izquierda y se puso a orar balanceándose para adelante y para atrás. No entendía un pimiento lo que estaba haciendo y sentí el impulso irrefrenable de acercarme a él. Era tan venerable que seguro me iba a acoger con cariño y satisfacería mi sana curiosidad. No sé qué imágenes de antiguos patriarcas vinieron a mi mente; incluso pensé en el padre de la parábola del hijo pródigo. Era clavadito a como yo me lo imaginaba. Cuando noté que había terminado, con mucho respeto me acerqué y sonrojado por la vergüenza y la veneración me aventuré a preguntarle por el significado de esas cajitas y las cintas de cuero; en una palabra, por su oración. Con unos ojos azulísimos, pero inesperadamente agresivos, me preguntó:
«—¿Pero usted es judío?».
«—No, no señor, no lo soy», le contesté
Y con desprecio concluyó:
«—Pues entonces ¿a qué me pregunta? ¡Apártese de mi vista!»
Quedé de una pieza sin poder reaccionar y como un autómata me volví a mi asiento de piedra en el que antes me encontraba. Les he de confesar que sentí el impulso de llorar por el tremendo mazazo afectivo que había recibido. Con una pena infinita seguí al viejito con la vista cómo volvía muy despacio a su casa por el mismo camino por el que le vi venir, subiendo la cuesta hacia la Ciudad Vieja y, sin querer, pensé en el evangelio en que Jesús denuncia la actitud farisaica de aparentar lo que no se es.
Cuando Mateo escribe, hacia el año 80, ese durísimo discurso contra los dirigentes religiosos de Israel, está previniendo a la comunidad cristiana naciente para que no caiga en esas conductas. Mateo, Jesús, nos está diciendo que seamos lo que parecemos, que vivamos lo que decimos, en una palabra, que seamos genuinos.
Haciendo una reflexión sin recriminaciones[1], en actitud de conversión, sin crear ninguna polémica estéril: hoy las palabras de Jesús son una invitación a todo aquel que tienen una responsabilidad eclesial a que hagamos una revisión de nuestra vida.
Porque nuestro mayor pecado es la incoherencia, es decir, y hablo de mí: no vivo lo que predico; tenemos poder, sí, pero no autoridad y nuestra conducta nos desacredita. La única autoridad es el servicio y ahí me descubro carente y ciego. Con frecuencia somos exigentes y severos con los demás pero comprensivos e indulgentes con nosotros mismos. A mí me pasa. No somos como Jesús, que se preocupa de hacer ligera su carga, pues es humilde y de corazón sencillo. Me da vergüenza confesarlo, pero a veces he sentido un gustillo escondido ante las reverencias y una cierta oculta y sutil complacencia en que me cedan los primeros puestos o el estacionamiento reservado. Buscamos ser tratados de manera especial, no como un hermano más. ¿Hay algo más ridículo que un testigo de Jesús buscando ser distinguido y reverenciado por la comunidad cristiana?
El mandato evangélico no puede ser más claro: renuncien a los títulos para no hacer sombra a Cristo, que es el único Maestro, ni al Padre; orienten la atención de los creyentes solo hacia Dios y no hacia ustedes.
No me puedo quitar de la mente aquél viejito que en 1999 se me “apareció” en Jerusalén. Lo que yo sentí como un mazazo fue la tremenda desconexión entre mi expectativa y la realidad; la enorme distancia entre lo que yo suponía que debía ser (y su imagen reflejaba) con la realidad pura y dura. Lo más sagrado que yo tenía, la imagen del padre tierno de la parábola del hijo pródigo, fue destrozada sin contemplaciones por aquel que aparentaba ser un hombre bueno. Ahora ese viejito habita en mi interior y se ríe de mí burlonamente cuando después de orar, o de celebrar la eucaristía, trato a mis hermanos con dureza o con incomprensión; cuando no me acerco a ellos simplemente para servirles. Se ríe de mí cuando me tratan con distinción por ser cura. Y pido perdón al Padre de los cielos por no ser lo que debería ser.
P. Eduardo Suanzes, msps
[1] Cfr. José Antonio Pagola. No hacen lo que dicen. En www.feadulta.com