Quiero comenzar esta reflexión con las palabras que en la oración del Prefacio de hoy diremos: «Te damos gracias Padre […] porque has puesto la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida».
Creo que debemos entender la palabra salvación como plenitud humana, como la realización plena como hijos de Dios, como la vida eterna de la que nos habla Jesús en el evangelio, (y que también identifica la misma oración del Prefacio, como no podía ser de otra manera); debemos entenderla como la felicidad que todos andamos buscando y que es el deseo más íntimos que anida en lo más profundo de nuestro corazón y que anhelamos, ya sea que estemos dormidos o despiertos, acostados o levantados, de camino o en casa, de una manera consciente o inconsciente. Pues bien ese anhelo está a nuestro alcance con Jesús y está, precisamente, en el árbol de la Cruz, que él abrazó desde el mismo instante de la encarnación, cuando el Verbo se hizo carne en Jesús de Nazaret. Esa salvación está en ese árbol de la Cruz en el que él está clavado.
Esta salvación, esta vida no la da la cruz en sí misma, sino Jesús clavado en ella, porque la vida está en creer en aquel que está en ella clavado. El evangelio nos dice que «es necesario que el hijo del hombre sea levantado para que todo el que crea en él tenga vida eterna […]; Dios nos entregó a su hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna; porque Dios envió a su hijo al mundo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él» Es decir, se trata de creer en Jesús crucificado, lo que significa identificarse con él en su actitud vital de entregarse y donarse hasta la muerte. Alguien, por tanto, que sigue a Jesús hace suyo su anhelo, cambiando sus valores personales por los de él y adopta como visión de la vida, la suya, orientando su capacidad de amar al modo como él lo hacía, saliendo fuera de sí mismo para entregarse por el ser humano, de cualquier condición, hasta la muerte y hacerlo por amor. Esto es lo que llamamos la Cruz y por eso decimos que es Santa.
De Dios decimos que es pura positividad, es decir, no puede hacer, ni hay en él nada que sea negativo; todo lo que es negativo que experimenta el ser humano no proviene de él precisamente porque él es solo y nada más que pura positividad. De él solo pueden provenir la salud, la alegría, la paz, la luz, la libertad, la bondad, el amor, la vida, la ternura, la misericordia, etc…, es decir: todo lo que experimentamos como intrínsecamente positivo. Lo que ocurre es que cuando, por ejemplo, nos sentimos envueltos por la luz de Dios se iluminan nuestras propias zonas oscuras, que experimentamos como negativas, pero no porque esa experiencia negativa venga de Dios sino de su luz que ilumina nuestros sótanos oscuros. Cuando experimentamos la verdadera “libertad”, la que viene de Dios, descubrimos nuestras propias esclavitudes. Y así sucesivamente. Es decir, que la positividad pura que es Dios desenmascara nuestras sombras.
Pues bien, teniendo esto claro, vemos a Jesús, saliendo de sí mismo hasta el extremo, para abrazar la cruz (porque nadie le quita la vida, es él quien la da). Esta actitud íntima de Jesús se da, como hemos dicho antes, desde el mismo instante de la encarnación del Verbo hasta el Calvario (y no solo hasta aquí porque continúa en la Eucaristía); Jesús que es pura positividad, revela lo inaudito, y esa es la gran paradoja del evangelio: se humilla y abraza la cruz, muriendo en ella por amor al hombre, para revelar al hombre que la vida, la realización humana, está, precisamente, en la muerte de sí mismo por el otro: esa es la Santa Cruz.
Una vez más, esta actitud de Jesús desenmascara la negatividad propia del hombre viejo que habita en nosotros, que esencialmente está curvado sobre sí mismo. La Cruz hace saltar por los aires la negatividad nuestra interior de estar orientados hacia nosotros mismos y que solo crea dinámicas de muerte, es decir, de frustración, de sequedad, de falta de paz, de tristeza. Son esas dinámicas internas que poco a poco van asfixiando a nuestro verdadero yo como los anillos de una gran anaconda. Pero la serpiente de la muerte murió agotando todo su veneno en la carne del crucificado. Esta es la gran noticia.
El seguimiento de Jesús se ha de traducir, para el cristiano, en tener la misma actitud vital del Maestro; lo que se traduce en dejar que ese acto que se dio en el Calvario hace veintiún siglos se pueda seguir realizando místicamente (pero realmente) en el corazón del discípulo, minuto a minuto, hora a hora, día con día… (que eso es lo que llamamos Cadena de Amor en la Espiritualidad de la Cruz). Abrazar al Maestro significa abrazarlo con todo lo que es él y él vino para que tengamos vida y vida en abundancia. Esa vida, nos dice Juan en el diálogo con Nicodemo se experimenta con Jesús crucificado.
Hoy es para la Espiritualidad de La Cruz un día especial. Hoy hace 129 años se erigió por primera vez la primera Cruz del Apostolado en la Hacienda de Jesús María, en San Luís Potosí; hoy, hace 128 años nació el Apostolado de la Cruz, esta obra apostólica al servicio de la Iglesia y de los sacerdotes fundada por Concepción Cabrera de Armida; hoy, hace 126 años nacieron la Religiosas de la Cruz, la Congregación de religiosas contemplativas que tienen la Eucaristía como centro de sus vidas; y hoy, tantas y tantas miles de «cruces del apostolado» se erigieron aquí y allá en distintas partes del mundo. Por eso es que este día debe ser para nosotros un día de profundo agradecimiento.
Efectivamente, tal como nos enseñaron de pequeños en la catequesis: «la señal del cristiano es la Santa Cruz»