Se cierra una etapa de vida terrena, se abre el cielo como definitivo encuentro de Jesús con el Padre, pero no va solo. Nos lleva y quiere llevarnos con él.
Por eso me da la impresión que llevamos en nuestro ADN que también nosotros vamos de regreso. De repente, aparecimos en este mundo gracias a la generosidad amorosa de nuestros padres. No lo recordamos, pero está impreso en lo más profundo de nuestro ser, que no venimos de la nada, que también nosotros podemos hacer nuestra la afirmación de Jesús: “salí del Padre y vine al mundo, ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. El camino de Jesús es de ida y vuelta. Pues así será el nuestro. Por eso tenemos nostalgia del cielo.
Para Jesús, llegó el momento del descanso; para la Iglesia, se inicia el tiempo del trabajo. Él, con su plenitud y regreso al Padre, garantiza nuestra misión; nosotros, predicando el Evangelio, pero ahora con perspectivas nuevas a las que nos llevará el Espíritu prometido por Jesús, prolongaremos a Jesús histórico, mientras él es colocado a la derecha del Padre, de donde salió.
Evangelizar, misión esencial de la Iglesia, ¿significa sólo la predicación de la Palabra? Por ahí empieza, como dice san Pablo: “La fe viene por el oído”, pero luego se manifiesta en obras, en obras de solidaridad que dignifican a todos los hombres de esta humanidad tan despistada y desorientada, pero también tan rica en anhelos, luchas y realizaciones que nos van llevando, poco a poco, a ser lo que debemos ser.
La historia de la Iglesia, maestra en humanidad, nos habla de luces y sombras. “Santa y pecadora”, decía san Agustín. Necesitada de una conversión continua a su origen, a la misión que Jesús le encomendó, a los criterios evangélicos, al programa de las bienaventuranzas que caracterizaron la Persona de Jesús, pero que encomendó en hombres y mujeres que, en cada época, estamos llamados a caminar en la fidelidad y el gozo de sentirnos depositarios de una Palabra, viva y eficaz que, por la acción del Espíritu Santo va “creando unos cielos nuevos y una tierra nueva creados en justicia y santidad” (cfr. 1 Pe 3, 13).
La Ascensión de Jesús marca el término de su tarea en este mundo. Ahora serán su Espíritu y sus discípulos los encargados de que este mundo siga siendo el mundo creado por Dios con sabiduría y amor.
El triunfo de Jesús no es el triunfo de una religión, es el triunfo de toda la creación que, siendo asumida por el Verbo hecho carne, está siendo llevada a su plenitud. Al mismo Jesús le dolía dejarnos. A lo largo de su vida se inventó, amorosamente, diversos modos para seguir con nosotros. Le pegó fuerte el misterio de la Encarnación y propuso una prolongación de sí mismo en nosotros.
– “Si alguno me ama, mi Padre le amará, vendremos a él y haremos nuestra morada en él”.
– “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos”.
– “El que a ustedes recibe a mí me recibe y el que me recibe a mi recibe al que me envió”.
– “Todo lo que hagan al más pequeño a mí me lo hacen”.
– Tomen y coman, esto es mi Cuerpo… Tomen y beban, ésta es mi Sangre…”
– “Vayan por todo el mundo, hagan discípulos, bautícenlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y yo estaré con ustedes todos los días hasta el final”.
Si contamos algunos “Yo soy”, característicos en el evangelio de san Juan, nos damos cuenta de la manera tan viva, gozosa y eficaz que quiso y pudo realizar Jesús, para seguir con nosotros:
– “Yo soy la luz del mundo el que me sigue no camina en la oscuridad”.
– “Yo soy el buen Pastor que da la vida por sus ovejas”.
– “Yo soy el Pan que da la vida verdadera”.
– “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
– “Yo soy la puerta de entrada al redil”
– “Antes que Abraham existiera Yo soy”
– “Yo soy la resurrección y la vida”
– “Tú lo dices: Yo soy Rey”
¡Cuántas maneras de expresar Jesús su querer estar con nosotros! Sube al Padre, es verdad, sube, bendice, envía. Sube, pero para poder estar con todos, no solamente con sus privilegiados primeros discípulos, sino con todos y siempre. La convicción de Pablo es asombrosa: «Nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro».
Gracias a que subió, yo puedo hacerlo mío y pertenecerle, seguirlo, vibrar al unísono con los latidos de su corazón; gracias a que se fue, puedo encontrarme con él cada día, en cada paso, dentro de todas mis palabras, iluminando todas mis miradas, fortaleciendo mis rodillas vacilantes, tomando todos mis dolores, angustias y tristezas para darles sentido de redención. Mientras más lo contemplo subiendo al cielo, más lo experimento dentro de toda mi vida; mientras más alto se sitúa a la derecha del Padre, más dentro de mi corazón va tocando fibras nunca antes aprovechadas.
Recuerdo que antes se decía que vivíamos no en una “época de cambios sino en un cambio de época”. Simpática expresión que da pie a que todo cambio, de toda época, estén ya habitadas por el que hoy cambia de la dimensión terrestre a la celestial; del cuerpo herido, muerto y resucitado, al cuerpo glorioso y glorificado. Hoy el cielo empieza a ser nuevo, adquiere nueva dimensión, nuevas proporciones, miles de lugares, espacios nunca imaginados ni soñados por nosotros, pero siempre dentro del proyecto creador del Padre.
Imagino la voz del Padre: «?Bienvenido Hijo, bienvenido de nuevo a casa, pero veo que ahora no vienes sólo, traes contigo la humanidad redimida y santificada con tu presencia y tu cruz. Ahora el cielo empieza a ser humano, ahora estamos completos y terminados. Irán llegando todos los que, en la historia que tú hiciste posible y ahora el Espíritu llevará a plenitud, fueron pensados como Hijos en ti y por ti».
¡Vaya fiesta tan grande! Hay más alegría en el cielo por el Hijo que vuelve a casa, que tristezas en la tierra ocasionadas por los que no quieren enterarse que la vida es lo primero, que el respeto es asignatura pendiente, que los valores son los que van por encima de apariencia, criterios y leyes convenencieras. Es una alegría en el cielo que, por el Espíritu, irá llenando todos los rincones de la humanidad tan querida. Amén.