Como el día 25 de marzo, en el que tradicionalmente celebramos (a los nueve meses antes de Navidad) la Encarnación del Verbo, fue domingo de Ramos, la Iglesia traslada esta importantísima solemnidad al día de hoy, una vez que hemos celebrado la Primera Semana de Pascua. Hoy, pues, damos gracias a Dios porque el Verbo se ha hecho carne.
En el Evangelio del día meditamos el relato de la Anunciación, el instante en la historia, protagonizado por Gabriel y Maria, en que el Verbo se hace carne en el vientre de esa doncella de Nazaret. Gabriel propone, anuncia la voluntad de Dios a María y ella acepta, asiente con su vida abriendo su corazón de par en par para recibir al Verbo en su seno. Ni imaginaba todavía María las consecuencias de su aceptación, de lo que a partir de ese momento, sucedería en ella y en el mundo, pues el Verbo se hizo carne.
Nos hemos, tal vez, acostumbrado a esta frase, a este día, pero decir que el Verbo se hizo carne es lo mismo que admitir que el mundo es nuevo desde aquel día, que la nueva creación se ha producido en la historia, de la cual todos, creamos o no, somos partícipes y estamos profundamente implicados; es más, diría que la misma historia ha sufrido un salto cualitativo infinito, tanto que ahora no es la historia del hombre, sino la del hombre-Dios. La misma vida de Dios se ha hecho patente en la vida del hombre y la culminación de la creación ha llegado a su vértice, porque Dios al hacerse hombre ha hecho al hombre Dios: le ha dado la capacidad de vivir en Él, de participar de su misma naturaleza divina. Por eso, en su oración sacerdotal antes de la pasión, Cristo no hace sino una súplica por todos nosotros: «Padre, que todos sean uno con como Tú y Yo somos uno», para que puedan ver tu gloria. Tal unidad es el fin de la encarnación y de la redención: que el velo del templo se rasgara y que Dios y el hombre puedan ser uno en Jesús[1].
Por eso es que la creación del cosmos, del universo, es infinitamente insignificante (con todo lo grandiosa que es) frente a lo que está sucediendo en esa habitación insignificante, de una aldea insignificante como es Nazaret, en el vientre de esa muchacha asustada: el Verbo, Dios, se hace carne, se hace hombre.
Este misterio insondable es una acción, no solo del Verbo, sino de la Trinidad, por eso es que el Ángel menciona al Padre (al Altísimo), al Espíritu, al Verbo hecho carne que se llamará Jesús. En efecto, en sus diálogos con Dios, Concepción Cabrera de Armida trascribe lo que recibe del Espíritu Santo en su corazón:
«El Verbo se hizo Carne… pero toda la Trinidad se abajó, a tomar al hombre en sus brazos, diré, para hacerlo feliz»[2]
El propósito de la Encarnación es la felicidad del hombre. Y la acción del Espíritu Santo, que es el Señor y Dador de Vida, consiste en hacer presente al Verbo, en hacerlo vivo (digámoslo así), primero en el corazón de María, y luego en su vientre: es más si Jesús se hace vivo en el vientre de María fue porque primero fue engendrado en su corazón, como dirá San Agustín. La acción del Espíritu es un don de Dios procedente de su infinita misericordia como respuesta a la situación del hombre y del mundo. Esa es siempre la acción del Espíritu. Dios se abaja, Dios con-desciende, es decir (en el sentido exacto del término), desciende-con el hombre recorriendo la distancia infinita para llevar al hombre a su realización humana que es la de vivir con Él. La imagen que utiliza el Espíritu con la Sra. Armida está cargada de ternura: «para tomar al hombre en sus brazos», como una madre toma a su hijo. El trabajo de este Espíritu Creador es, precisamente, el de realizar una nueva creación. Por eso el Verbo se hizo carne. Pero es que además, ése era el propósito de la Encarnación del Verbo: engendrarse en todos los corazones.
Retomo otro texto en que la Sra. Armida trascribe, ahora, las palabras de Jesús en su corazón:
« ¡Qué grandes, profundos y sublimes, hija, son los secretos de mi amor! y todos, como verás en los referentes a la Encarnación, implican martirio; secretos de redención eternos, o lo que es lo mismo, secretos de amor. Ya sabes algo de cómo me enamoré del hombre hasta la locura y ahora te voy a decir más y más el por qué me enamoré. La razón más poderosa es esta: me enamoré del hombre, solo porque Yo era Dios. Me enamore de él, porque era hechura de mis manos… porque su imagen me representa, es mi semejanza… porque su alma es inmortal… porque las almas son como una parte de Dios mismo, su aliento, diré, y capaces de un bien infinito…El hombre es un compuesto de cuerpo y de alma, pero en todo perfecto, así lo crié para su felicidad y mi regalo. En la creación del hombre, sobre todo campeó en Dios, diré, la necesidad de darse y comunicarse…. de crear un reflejo de su misma Divinidad al informarlo con el alma, y de un reflejo también del hombre Dios, que más tarde vendría a rehacer su felicidad perdida; (porque ten en cuenta, que en Dios todo es presente) Dios formó al cuerpo de la tierra, y al alma del cielo, dice, (por eso tiende cada uno a su centro), juntando estos elementos, para que el hombre, no perdiendo de vista su miseria lo glorificara humillándose siempre.[…] Y por todo esto, el Verbo se hizo carne»[3]
Es como una imposibilidad para Dios el dejarnos de amar; por eso dice que la única razón de su enamoramiento era que él es Dios. Por tanto, en el misterio de la Encarnación nosotros somos protagonistas, porque el Verbo se hace carne por amor; y un amor que lo empuja, necesariamente, inexorablemente, al abajamiento incomprensible de un Dios que se hace hombre.
Como sabemos, este misterio estamos llamados a vivirlo realmente en nuestro corazón de una manera mística, como le sucedió a la Sra. Armida y a tantas otras personas que se entregaron a Jesús sin resquicios.
Recordemos, una vez más, agradecidamente, aquel 25 de marzo de 1906, hace 112 años. La Sra. Armida estaba está haciendo sus Ejercicios Espirituales en el Oasis de las RRCSCJ de México, y los está dando el P. Duarte, sj; era el día 5º de sus Ejercicios. Y de pronto, ella escribe:
«Conque en los primeros momentos de la Misa, voy sintiendo la presencia de mi Jesús, junto de mí, y escuchando su divina voz que me dijo: (¡Oh Dios mío!, ¿será verdad? ¡Pero cómo no, si te siento, si te toco, si te estoy amando aquí, aquí, como si acabara de comulgar, Jesús del alma!): «Aquí estoy; quiero encarnar en tu corazón místicamente. Yo cumplo lo que ofrezco; he venido preparándote de mil modos y ha llegado el momento de cumplir mi promesa; Recíbeme; (y sentí un gozo con vergüenza indecible. Pensé que ya lo había recibido en la comunión, pero como adivinándome, continuó:) «No es así; de otro modo además, hoy me has recibido. Tomo posesión de tu corazón; me encarno místicamente en él, para no separarme jamás. Y continuó: Esta es una gracia muy grande que te viene preparando mi bondad; humíllate y agradécela […] Encarnar, vivir y crecer en tu alma, sin salir de ella jamás; poseerte Yo y poseerme tú como en una misma substancia, no dándome sin embargo tú la vida, sino Yo a tu alma, en una compenetración que no puedes entender, esta es la gracia de las gracias»[4]
Damos, pues gracias a Dios en este día por la Encarnación del Verbo; especialmente nosotros, los de la Familia de la Cruz, damos las gracias, además, por este singular don de encarnarse místicamente en el corazón de la Sra. Armida; por esta gracia sublime estamos aquí: ese fue el origen de su maternidad espiritual también sobre todos nosotros y en ese día de 1906, también nosotros fuimos engendrados para la Familia de la Cruz.
P. Eduardo Suanzes, msps