Eran las 3:00 de la tarde. El calor era tan denso que el aire se podía cortar con un cuchillo y hasta el tiempo se hacía espeso. Las cigarras no paraban de cantar, y mientras Sara descansaba en el interior de la tienda, yo trataba de refrescarme bajo el toldo de su entrada, sentado, con una rama de palmera en la mano, a modo de abanico, para espantar las moscas. En esta hora no se podía hacer nada en ese campo de Mambré y era el momento en que los criados también se echaban una siesta. Hasta el poco ganado que tenía en el establo reposaba silencioso, escapando del sol abrasador, desparramados en alguna sombra furtiva. Solo se oían las cigarras. Ni una mota de viento. Era la típica tarde de verano en Mambré.
Pensaba para mis adentros que estaba contento; que este encinar en el que habíamos recalado me encantaba. Aunque Sara y yo no habíamos tenido hijos era la mujer que me había hecho feliz. Ya éramos muy mayores y pronto las fuerzas para ir de un lugar a otro iban a desaparecer. Este encinar nos encantaba. En cuanto ella y yo, hace algún tiempo, vimos desde lejos estos frondosos árboles decidimos acampar en el lugar, y pensábamos que deberíamos echar raíces aquí. Los árboles, viejos como nosotros, no muy altos, pero frondosos, frente a la tienda, daban una sombra agradecida y la tarde era una de las más apacibles de esta época del año. Sencillamente no me faltaba nada: era un hombre feliz.
Me estaba quedando dormido, pero súbitamente me desperté y no sabía al principio por qué. Eso era: las cigarras de pronto, todas a la vez, callaron. De repente un suave murmullo hizo que alzara la vista. Sorprendentemente, las ramas de los árboles estaban moviéndose. Era una suave brisa, inesperada y muy agradable. ¡Qué extraño!, pensé, pero ¡qué apacible! Me fijé en que las cigarras seguían calladas, todas a la vez. ¡Qué raro! Me disponía a entornar los ojos de nuevo, cuando observé que tres hombres estaban ahí, bajo una de las encinas, mirándome. El sobresalto fue mayúsculo, como es natural, pues no es que circule mucha gente de Canaán por estos lugares.
Rápidamente, como lo exigen nuestras costumbres, salí corriendo y me dirigí al que parecía el jefe de ellos y le saludé como mandan nuestras tradiciones. Le dije, como es nuestra obligación, que se quedaran, que les lavaríamos los pies para refrescarles y que descasaran a la sombra de esta imponente encina bajo la que estábamos. Mientras tanto, les prepararía algo de comer. Aceptaron agradecidos.
Llamé a unos de mis criados para que preparara agua y toallas. Le dije que lavara los pies a los caminantes. Se puso con ello.
Volví corriendo a la tienda y desperté a Sara y le expliqué lo sucedido.
— «¡Habrá que hacer pan!», me dijo.
— «Eso pienso yo; anda, ponte con ello; son tres, así que haz tres hogazas»
— « ¿Tres?», protestó. ¡Nos quedaremos sin harina!
— «Sí, tres, Sara, por Dios; son caminantes, viajeros, nuestros huéspedes; tenemos que darles lo mejor, no hay que escatimar. Yo me voy al establo a matar un ternero».
— « ¿Pero si nada más tenemos dos?», me espetó.
— « ¿Dejaré de saberlo, Sara? Tenemos que darles lo mejor. Así lo mandan nuestras costumbres para tener la misericordia de Dios. De Él hemos tenido siempre su cuidado; nos sacó de Ur, de Caldea; nos protegió de los bárbaros de estas tierras, incluso de Egipto ¿no lo recuerdas? Además ha hecho una Alianza contigo y conmigo: nos prometió un hijo, no podemos desairarle con estos viajeros».
— « ¿Un hijo? ¿Otra vez con eso Abraham?, se carcajeó. Mírate, por Dios: tú con 100 años y yo con 90. ¿A dónde vamos con eso Abrahamcito de mi vida y de mi corazón? Ya tenemos a Ismael, el hijo tuyo con esa esclava egipcia Hagar. ¿No te basta con eso? Por Dios, mírame, es que me mondo de la risa».
— «Vaya Sara, haces honor al nombre que el Señor quiere que le pongamos a ese hijo de la promesa: Isaac; haces justamente lo que ese nombre significa: te ríes y te ríes. No Sara, –proseguí– Dios me prometió la descendencia contigo; la alianza que hizo se refería a nuestro hijo. Pero dejemos eso ahora, que los viajeros está esperando. Ponte a hacer el pan».
Dejé a Sara carcajeándose de mí. ¡Cuánto la quiero!
Me fui al establo y de los dos terneros elegí el mejor, diciéndole a uno de los criados que lo preparará para asarlo. Ante su mirada de protesta tuve que enfadarme para que me obedeciera al punto:
— « ¿Es que en esta casa todo el mundo ha perdido el oremus?» ¿Es que nadie me va a hacer caso a la primera? ¡Pero qué pasa por la sesera de este criado!
Adivinando mis pensamientos, el criado no rechistó. Cuando estuvo preparado el ternero pasé otra vez por la tienda para recoger los panes que Sara me dio con su clásica sonrisa irónica. Acentuó burlonamente más su chanza sobre mí, contorneándose, a sus 90 años, como si tuviera veinte. Sabía cómo hacerme reír. Así es ella.
Se apostó junto a una abertura de la tienda para expiar desde ahí a los viajeros. Lo desaprobé, pero, como en tantas otras ocasiones, no me hizo el menor caso, y agitando las manos me indicó que saliera de la tienda. Salí y me sorprendí de nuevo. Las hojas de las encinas continuaban moviéndose de un lado para otro; el viento era suave pero perceptible. No era normal en esta época del año. Las cigarras seguían mudas. Aquí estaba pasando algo. Todo era muy extraño. El viento sobrevino justamente cuando aparecieron estos viajeros. Alcé de nuevo la vista y observé cómo el que parecía el jefe me miraba fijamente como sabiendo lo que estaba pasando por mi mente. Y por mi mente solo pasaba un nombre: Adonay. Solo Adonay. Estaba adorando sin darme cuenta mientras le miraba. Ahí estaba yo parado delante de la entrada de la tienda mirándole y él mirándome desde la encina. Adonay. Solo Adonay.
Me di cuenta que en la mano izquierda tenía el pan y en la derecha un plato con carne asada. Así que reaccioné y me dirigí a la encina. Volví a la tienda por requesón y leche y les preparé la comida sobre la hierba. Comenzaron a saborear el ternero asado con el requesón, y, como es nuestra costumbre, permanecí de pie junto a ellos por si precisaban de alguna otra cosa. El jefe de ellos me miraba con agradecimiento y ternura, sonriéndome de tanto en tanto. Yo no podía dejar de observarle. Más de una vez nos quedamos mirando el uno al otro sin decir nada. El tiempo pasaba sin darme cuenta. Solo eso bastaba: él mi miraba y yo le miraba.
De pronto me preguntó por Sara y le dije que estaba en la tienda. ¿Cómo supo el nombre de mi esposa? Ese fue mi primer pensamiento, pero no le dije nada, solo le contesté. Entonces fue cuando me dijo que había llegado el momento, que Sara iba a quedar embarazada de mí. Oí, preocupado, otra vez la risa de Sara desde la tienda. Me prometió el visitante volver a pasar por el encinar el próximo año y que para entonces Sara ya tendría el hijo esperado: Isaac. Noté cómo Sara enmudeció como las cigarras y dejó de observar por la ranura de la tienda donde se apostaba.
Caí en la cuenta. Todo se explicaba. El viento suave, el movimiento de las hojas, el silencio de las cigarras y Adonay sólo Adonay en mi pensamiento y en el corazón. Instintivamente me arrodillé mientras le miraba. Deseé que ese momento no se acabara nunca.
De pronto me dijo:
— «Mira mi Abraham: ¿Te acuerdas que hace un año te cambié el nombre de Abrán por Abraham, que como bien sabes significa padre de pueblos?»
Le contesté afirmativamente.
— «¿Sabes por qué lo hice?», continuó. «¿Sabes por qué en ese día te prometí ser padre de un hijo con Sara, a tu edad?»
No acerté más que a hacer una mueca de interrogación.
— «Pues lo hice, Abraham, para que te dieras cuenta que todos los encuentros conmigo son fecundos y producen alumbramientos. Que todos los encuentros conmigo generan vida allí donde hay sequedad, y que transforman los desiertos más espeluznantes en torrentes de agua llenas de vida. Sara, tu esposa, se ríe porque dice que está ya seca y que tú eres más viejo que Matusalén. Pero cuando alguien se encuentra conmigo lo transformo en un prado verde lleno de esperanza. Lo hice para que te dieras cuenta que cuando yo hago una alianza la hago para siempre y no hay nada, por imposible que parezca, que pueda minimizar mi cuidado para con quien la hago».
Y continuó:
— «Esta estupenda sombra de tu encina simboliza mi cuidado; esta magnífica sombra significa la sombra agradecida que cada uno tiene que buscar en su interior, porque ahí estoy yo descansando, esperando para dar solaz, consolando. Pero me han de buscar en la sombra de la encina, en la sombra del madero. Llegará el día, continuó, en que mi alianza será personal para con todos los habitantes de la tierra, y será definitiva. Tengo un nombre distinto para cada persona que nacerá de ti; un nombre que encerrará en él lo más cálido de mi amor. Mi intención es que cada quien conozca su nombre, ése que le he reservado desde toda la eternidad y que me busquen en la sombra del madero».
De repente las cigarras comenzaron a cantar y el viento se calmó. Aquellos tres viajeros ya no estaban allí, pero yo vengo con Sara todas las tardes a la sombra de la encina a pasar largas horas en silencio. Ella, ya embarazada, llora de agradecimiento bajo su sombra. Descubro que de tanto en tanto sigue sonriendo, pero ya no de incredulidad, sino de esperanza. Allí mismo, quiso dar a luz a Isaac. Yo también lo quise. La sombra de la encina, y Adonay, sólo Adonay.
P. Eduardo Suanzes, msps