Mons. Ramón Ibarra

 

Mons. Ramón Ibarra

Nací en Olinalá, Guerrero, el 22 de octubre de 1853. Mi padre fue Miguel Ibarra, hijo de españoles provenientes de las provincias vascongadas y mi madre María del Refugio González, nativa de Olinalá. Fui bautizado a los dos días de nacido. En 1868 fui inscrito en el seminario de Puebla a los 15 años, ahí cursé latín, filsofía y teología. En 1877 me mandaron mis superiores a Roma e ingresé al Pío Latinoamericano. Cursé estudios tanto en la Universidad Gregoriana como en la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino. Obtuve los doctorados de filosofía, teología y ambos derechos.

A los 26 años fui ordenado sacerdote en la basílica de San Juan de Letrán, en Roma y en 1889 pedí ingresar a la Compañía de Jesús siendo admitido, pero estando en Loyola, haciendo ejercicios espirituales, me llegó la noticia de que había sido nombrado obispo de Chilapa. Así que desistí viendo lo que el Señor me pedía.

Fui consagrado obispo el 30 de diciembre de 1889 en la capilla del colegio Pío Latinoamericano. En Chilapa ejercí mi ministerio espiscopal de 1890 a 1902. Ligado a la idea de que la Virgen de Guadalupe es Estrella de la evangelización y dada mi preocupación por los más pobres y marginados de mi diócesis, los indígenas, fundé un instituto dedicado a llevarles la buena Nueva llamado Instituto de Misioneros Guadalupanos.

 

A principios de 1900 conocí a la señora Concepción Cabrera de Armida a quien pronto aprecié y me entusiasmé especialmente por el Apostolado de la Cruz.Fui trasladado a la diócesis de Puebla el 19 de abril de 1902. El 12 de agosto de 1903 la diócesis fue elevada a arquidiócesis siendo yo por tanto su primer arzobispo.Desde 1909 tomé parte activa en la fundación de los Misioneros del Epsíritu Santo pues comprendí cómo eran necesarios para la Iglesia; incluso hice votos religiosos en privado el 15 de agosto de 1909, y el papa San Pío X por indulto especial me aprobó más tarde mis votos y mi profesión como religioso de la Cruz (Misionero del Espíritu Santo), pero sin dejar el arzobispado. Fui, por lo mismo, el primer Misionero del Espíritu Santo.
Fui escogido por Dios, no cabe duda, para amparar, defender y extender las Obras de la Cruz. Al principio no intuí hasta qué punto, cuando participé activamente en la fundación de las Religiosas de la Cruz, allá por el 1897; a partir de 1909, me sentí tocado por Dios para realizar el trabajo que se avecinaba y me consagré a ello con todo mi empeño. Comencé a mover palancas a diestro y siniestro con los obispos mexicanos que eran favorables a las Obras de la Cruz; moví cielo y tierra con mi compañero de estudios en el pasado, en Roma, el Ilmo. Sr. Mora, ahora Arzobispo de México, que al principio sentí reticente con las Obras, pero que al final supo amarlas y defenderlas. Se formó un equipo potente para ir a Roma y avalar la fundación tan deseada de los Misioneros del Espíritu Santo. Doña Concha, a su modo, a su estilo, en el silencio y el ocultamiento, orando sacrificándose los esperados Religiosos de la Cruz .Me consta

 

Pero a finales de 1909 comiezo a ponerme enfermo y planeo con la Sra. Armida un viaje a Roma para comenzar a mover los hilos necesarios y acelerar la fundación. Ante de partir, ante la Virgen de Guadalupe, en el Tepeyac le prometí a Dña. Concha que estaba dispuesto a llegar hasta el final en la búsqueda de la voluntad de Dios, que parecía querer vehementemente aquella fundación de los Sacerdotes de la Cruz. Le expresé el gran amor que tenía por las Obras, le confesé que estab dispuesto hasta morir por ellas yq ue me única pasión en aquel momento era cumplir exacta y fielmente la voluntad de Dios. Me sentía iluminado, transportado, como en otra dimensión, no cabía dentro de mí. Estaba claro: cuando Dios queire algo, nada ni nadie puede oponerse, pues Él mismo pone los medios para que se realice. Lo experimentada en mí mismo.
Llegué a Roma en los primeros días de 1910. Comenzaba mi trabajo en serio por las Obras de la Cruz: entrevistas con cardenales, gestiones de todo tipo…Me sentía querido y respetado por mis hermanos prelados en Roma, así que me acogieron muy amablemente. Tuve, incluso, una audiencia privada con Su Santidad. Era el Papa un hombre sencillo y de caracter dulce, pero firme, y escuchó todos mis argumentos. Me escuchó amablemnte y me prometió, através de cardenales asignados para ello, el pronto estudio del asunto. Creo que me vió hecho una piltrafa humana, pues se interesó por mi salud, ya que físicamente era evidente que la cosa no estaba bien: la diabetes estaba arreciando y las ulceras varicosas en las piernas me causaban un profundo dolor que se hacía patente cuando caminaba. Salí muy contento de esa entrevista, sobre todo que conseguí para la Sra. Armida una gracia que sabía le iba a hacer inmensamente feliz: El Papa Pío X le concedía que en articulo de muerte pudiera hacer los votos religisos como Religiosa de la Cruz del Sagrado Corazón. ¡Ya podía ver la cara de Concha cuando le llegara la noticia! (que me apresuré en enviarla inmeditamente).Como digo, salí contentísimo de esa entrivista con el Papa; pero la cosa en los despachos se iba a tornar más lenta…Ya se sabe, los asuntos de palacio, van despacio. El cardenal designado por Pío X para el asunto (Cardenal José Calasanz Vives y Tutó) no ve la cosa con el mismo brío que Su Santidad: aunque frente a mí siempre se muestra empático y abierto, nada promete directamente. Comienzan los trámites y papeleos, los escritos e informes y la cosa se dilata…Me pongo en contacto con México para solicitar lo que el Cardenal me pide; los obispos de México presionan para acelerar el proceso lo más que se pueda. Todos los que estan involucrados responden con celeridad y yo me siento en Roma como el paladín de las Obras de la Cruz, yendo de un lado para otro con estas piernas que ya no soportaba por sus úlceras extenuantes. Lo que se recomienda en estos casos es el reposo: justamente lo que yo no tenía ni me podía permitir, así que las pesadas ulceras iban a peor. Lo mío era tocar puertas.

 

El 1º de marzo de  1910 los cardenales deciden que no se nos de el permiso para la fundación de los sacerdotes de la Cruz. Esto era un bombazo, un chaparrón de agua congelada. Se aducía que se querían estudiar con más tiento y cuidado los escritos y revelaciones de Concepción Cabrera de Armida. Y es que no se iba a conceder un permiso así como así, sólo porque una piadosa dama había dicho que Dios lo quería; por más que la apoyasen los obispos. Roma se toma estos asuntos, sobre todo venidos de mujeres, con paso lento.Lo bueno, dentro de lo malo, es que las puertas no se cerraban: querían los cardenales romanos «una más madura y detallada atención para no exponerse a no pocos y gravísimos inconvenientes». Ninguno quería echarse la responsabilidad de darme la noticia, pues sabían que yo estaba entusiasmado; y es que unos días antes se me había dicho -extraoficialmente- que todo iba viento en popa, que el permiso se iba a conceder. ¿Quién me lo iba, pues,  a comunicar?Me quería tanto Su Santidad, que fue él quien me escribió personalmente para comunicarme la decisión de sus cardenales. Este compartamiento en un Papa de la época era inaudito (pues para eso estaba la Sagrada Congregación de Religiosos)  y yo lo supe agradecer con todo cariño y sumisión. Fue esta carta un bálsamo para mi dolor. Yo sabía que había hecho la voluntad de Dios en todo este asunto. La conciencia la tenía más que tranquila. Si había que dar más pasos para esclarecer lo que aún no estaba claro yo lo haría. Bien lo sabía Dios. Así que volví para México para comenzar con una nueva estrategia.Comenzaron nuevas reuniones con mis colegas los obispos mexicanos. Mientras tanto La Sra. Armida, yo lo sabía, seguía recibiendo de Jesús alicientes para desear con mayor ardor el bien prometido de la fundación de los Religiosos de la Cruz.

Vendrán esos Apóstoles del Espíritu Santo a traer la luz a las almas y  hacerles conocer al Verbo Encarnado…Vienen a reavivar la fe, a levantar a las almas a una vida divina dejando la de los sentidos; vienen a despertar a muchos corazones, a incendiar al mundo con el fuego del Corazón divino, presentado en una cruz…

 

¡Ah!… A todo esto, el P. Félix de Jesús Rougier, en Saint Chaimond, Francia, callado y en obediencia. Había recibido la orden de permanecer oculto, de no mostrarse para nada en este asunto de la fundación de los Religiosos de la Cruz, y él obedeciendo con una fe peor que la de Abraham. No sabía nada de todos los tejemanejes que nos traíamos desde México con Roma y desde Roma con México. Él sólo esperaba en la más absoluta humildad, estando ciego y sordo para todo lo de México. Ahora, sí…Su corazón, por lo que supe después, su corazón ardía en la hoguera de la cruz. Desde que le eché el ojo allá por el 1903, supe que era la persona indicada. El saber cómo ahora se comportaba me daba ánimos y fuerzas para seguir adelante y no hacer caso de mi debilidad física, cada vez más apremiante.Organicé una gran peregrinación a Roma, Lourdes y Tierra Santa como homenaje de amor al Papa y para venerar los santos lugares, orando en ellos. La Sra. Armida formó parte del numeroso grupo de peregrinos. Ella sentía ese año de 1913 como el definitivo para las Obras de la Cruz. Así que el 1º de septiembre salimos desde Veracruz para Nueva York en el vapor de matricula española Monserrat, un navío con mucha solera pues había participado en la guerra entre España y Cuba. De Nueva York partimos para Cádiz y de allí a Barcelona. Llegamos a Egipto el 7 de octubre donde permanecimos unos días en El Cairo desde donde llegamos a Palestina y el 13 de octubre la peregrinación llegaba a Jerusalén.

La emoción de estar en tierras de Jesús para doña Concha era grande; toda su estancia allí la realizó como una amante que recorre dramáticamente los pasos del Amado muerto. Pedía insistente la fundación de los Religiosos de la Cruz que pronto iban a pedir, otra vez, a S.S. Pío X. El 13 de noviembre llegamos, por fin, a Roma.

Organicé una entrevista con el Papa Pío X, y a los dos días nos citó Su Santidad. Recuerdo que esos momentos Doña Concha los vivió como en cámara lenta. Ya con anterioridad había hablado largamente al Papa de ella, así que él sabía quién estaba delante de él. Ella cayó de rodillas delante de él y anegada en llanto le besó la mano. El Papa trató de calmarla, diciendo «hija mía, hija mía…»,  acariciándole al mismo tiempo la cabeza. Doña Concha le besó la cruz que colgaba de su pecho. Después de la primera emoción, doña Concha le dice:

– Yo le pido a Su Santidad que apruebe las Obras de la Cruz; que apruebe los sacerdotes de la Cruz.

Yo veía cómo el Papa no dejaba de acariciarle su cabeza y comprendí por sus miradas que se habían comprendido mutuamente. De pronto, como aturdido por la emoción pude escuchar esta sentencia de Pío X:

– Las Obras de la Cruz están aprobadas, no temas y te doy una bendición muy especial para ti, para tu familia y para las Obras.

Y todavía con la emoción de lo que escuchaba, doña Concha insistió:

– Que apruebe Su Santidad a los Sacerdotes de la Cruz

… y el Pontífice respondió:

– Están aprobados…

¡Cuántos sacrificios, cuántos desvelos, cuántas luchas,  dimes y diretes para escuchar esas palabras tan ansiadas! Todos nuestros afanes habían sido colmados. Doña Concha se traevió a besarlo, le tomó su pectoral y se lo besó, le besó la mano y el anillo pastoral y se inclinó para besarle los pies.

Aún más…El Papa, le dijo

– ¿Qué me pides?

– Su Santidad, – le dijo Concha- yo no quiero ser estorbo para las Obras, que me quiten y que no me tomen en cuenta…

– Hija mía, reza por mí….reza por mí…., le contestó Pío X.

Antes de despedirnos, el Papa me ordenó, por obediencia, que me atendiera las úlceras de las piernas y la diabetes. Por los visto mi aspecto físico era una piltrafa. Pero mi espíritu estaba radiante y volaba por unas alturas que jamás había soñado. ¡Por fin se cumplían los deseos de Jesús!

 

Se me había formado una llaga en el pie y todavía había que andar mucho, subir y bajar escaleras para activar lo prometido por Su Santidad, y todo esto aunado a ese frío espantoso del invierno romano casi me derriba…No sabía qué hacer, pero Jesús le dijo a Concha por esos días que yo debía permanecer en Roma hasta el fin. Una vez más había que seguir esperando con una actividad enorme trabajando sobre la burocracia vaticana y demás enredos que aparecían sin parar. Era como si el diablo destapara el elixir de las confusiones para impedir lo que Su Santidad ya había ordenado. Doña Concha, mientras tanto,  orando y orando…Por fin, el 17 de diciembre, justamente el día en que el P. Félix cumplía en el silencio 54 años ( ¡vaya con las cosas de Dios!) se comunicó la aprobación de la fundación de la Congregación de los Sacerdotes de la Cruz, pero que era deseo del S.S. Pío X que se llamaran Misioneros del Espíritu Santo. ¡Que intuición la del Papa!. Se veía claro que desde que comenzó a hablar el Señor sobre la congregación de los hombres su fin sería la extensión del reinado del Espíritu Santo. ¡Todo cuadraba a la perfección!

Además, el Papa concedió el permiso para que el P. Félix se desplazara a México para la tan ansiada fundación. Él era el mismo para las obras de la Cruz, eso bien yo lo sabía. Y es que cuando Dios quiere una cosa todos los obstáculos los allana, pero había que sufrir un poco más.

Ya desde los pirmeros días de 1914, el Superior General de los Padres Maristas se negaba una y otra vez a «soltar» al P. Félix para que fuera a México. A cada carta que le escribía me respondía con una negativa. Por fin, después de muchas negociaciones accedió. Comuniqué a mis colegas obispos de México la gran noticia. Y el P. Félix zarpó para México, por fin, unos pocos días antes de que estallara la Guerra Mundial, llegando a la «tierra de promisión» el 14 de agosto de 1914. Nuestra nación estaba agonizando, era la anrquía total, pero él era como su hubiera resucitado. Era como otro Lázaro que hubiera estado en la tumba diez largos años, de silencio y soledad. ¡Que vengan todas la revoluciones y guerras mundiales que a él no le iban a parar ya nunca más!. ¡Era el mismo para las Obras de la Cruz!.

¿El mismo?…Uhmmm: yo creo que no. No podía serlo. La noche oscura del alma lo había curtido. Dios, durante ese tiempo, invadió su espíritu para afirmar su realeza en él. Y es que cuando Dios estrecha al hombre en esos contactos profundos, la oposición de lo humano y de lo divino estalla en una luz y una fuerza terribles: el amor abrasa, la pureza lo sumerge todo y la fuerza lo estremece. El P. Félix era como la montaña del Sinaí: «ardía hasta el cielo entre tinieblas, nubes y oscuridad…el humo subía como de un horno y la montaña retemblaba con violencia». Tal fue la experiencia interior de Félix durante esos diez años. Dios había lo había elegido y su acción sobre él demuestra que lo quería todo para Sí. A partir de este momento, la fecundidad apostólica de Félix revelaría la intensidad espiritual que tuvo este tiempo de «destierro».

Doña Concha me comunicó en noviembre de 1914 que el Señor le había dicho que la fundación de los Misioneros del Espíritu Santo fuera en diciembre próximo, en La Villa, cerca de su Madre; que Él habriría caminos para que después la Conmgregación estuviera bajo mi protección. ¡Que dicha! El Señor mencionándome, el Señor pendiente de mí…

 

Les contaré un secreto. El día 12 de diciembre padecí unos ataques del demonio terribles. Y es que el padre de la mentira no tiene más que un objetivo y una táctica: perjudicar engañando. Él es el profesional de la mentira, porque utiliza la verdad para lograr su finalidad, que es engañar. Les cuento. Me encontraba yo escondido por la Revolución en el convento de las Religiosas de la Visitación, en la calle Bucareli del DF, orando a los pies de Ntra. Señora de Guadalupe cuando el diablo me sacudió con unas tentaciones pavorosas que me estremecieron. Con anterioridad había celebrado la eucaristía son sumos esfuerzos, muy tentado contra las Obras de la Cruz. Me deshacía en lágrimas, a los pies de la Santísima Virgen, por pensar que había engañado. Que había sido un iluso. Tenía enormes remordimientos de que había hecho sufrir a mis colegas de México y de Roma…¡hasta el mismo Papa!. De esta guisa me encontró la señora Armida que fue a visitarme encontrándome en este estado. ¡Me había dejado conducir por una sencilla ama de casa que ni siquiera había terminado la primaria! Le abrí mi alma en medio de lágrimas y pude observar la enorme impresión que sin querer le estaba causando. Este momento pasó, pero nunca lo podría olvidar. Fue tremendo.

 

Finalmente la fundación sería el 25 de diembre, por inspiración de Jesús. Se dispuso que yo presidiera la ceremonia de la fundación en la Capillita de las Rosas, en la Villa de Guadalupe. Así que salí de mi escondrijo a escondidas el 25 de dicimbre por la mañana temprano, pues México estaba invadido de Carrancistas y Zapatistas. Me acompañaban en el automóvil, para disimular, dos religiosas de la Visitación vestidas de seglares y un sacerdote familiar mío. Iba de incógnito y, violentamente, al llegar a la Capilla de las Rosas me abrieron la puerta y la cerraron con llave. ¡Qué momento!. Estaban allí, el P. Féliz, doña Concha,  Moisés Lira (el primer novicio, procedente del seminario de mi querida Puebla), el P. domingo Martínez, dos religiosas de la Cruz y el matrimonio dueño de la Capillita.A puerta cerrada y con temores de ser descubiertos, cantamos el Veni Creator, celebré la misa y depués del evangelio leí el Decreto pontificio de la erección del Noviciado de los Misioneros del Espíritu Santo para posteriormente recordar que: 1º) ese mismo día nació nuestro Señor hacía 1914 años; 2º) que en ese mismo lugar, por decirlo así, había nacido la imagen de la Virgen de Guadalupe, pues ese era el sitio donde a Juan Diego le dejó su tilma con la imagen grabada; y 3º) los Misioneros del Espíritu Santo habían nacido también en el aniversario delk nacimiento del Señor y en el lugar donde la imagen de la Guadalupana había quedado grabada.

Acabando la celebración no podía sino agradecer a la Santísima Virgen de Gudalupe su protección y le ofrecí la naciente Congregación poniéndola bajo su manto maternal.

Continué con la dirección espiritual de la Sra. Armida hasta el 1º de febrero de 1917, en que pasé a la casa del Padre.