La santidad, meta de la vida cristiana, puede ser abordada desde diversas perspectivas, vinculándose comúnmente con aspectos personales, espirituales y religiosos. Sin embargo, es crucial considerar cómo la búsqueda de la santidad tiene que abarcar y afectar positivamente el ámbito de las relaciones interpersonales. La santidad ofrece un marco de valores, actitudes y prácticas que apunta -mediante el amor- a la humanización de los vínculos humanos que establecemos con los demás.
La santidad necesita ser confirmada con actitudes visibles y comprobada con comportamientos concretos en el ámbito de las relaciones interpersonales. En otras palabras, el mejor y tal vez único indicador para “medir” la santidad de alguien es observar cómo son sus relaciones con los demás.
La santidad como autenticidad
Una manera de nombrar la santidad es el empeño persistente por lograr la menor discrepancia posible entre lo que somos y lo que mostramos a los demás. Avanzamos por el camino de la santidad cuando somos veraces y nos proyectamos como somos, sin máscaras ni maquillajes, medias verdades ni hipocresías.
En nuestros días, frente a la tendencia y tentación cultural de ensalzar la imagen, priorizar la apariencia y promover la simulación, la autenticidad aparece como un valor a recuperar y una actitud a alimentar en nuestras relaciones interpersonales. Una autenticidad que adquiere matices a veces de transparencia y profundidad, otras de humildad y audacia, todo ello en vistas a construir relaciones saludables.
Ser santa/o se vuelve entonces una manera de relacionarse con los demás capaz de tocar los corazones. Como dice el papa Francisco: «¿Por qué los santos son tan capaces de tocar el corazón? Porque en los santos vemos lo que nuestro corazón desea profundamente: autenticidad, relaciones verdaderas, radicalidad»[1].
La santidad como empatía
Santa es la persona que, en sus relaciones con los demás, es capaz de crear el entorno socialmente estimulante que todo ser humano necesita para crecer sanamente y desarrollarse integralmente. Esto solo es posible educando la capacidad de comprender y compartir los sentimientos, vivencias y situaciones que viven los demás. Eso que llamamos empatía.
La santidad se convierte en un catalizador para el desarrollo de la empatia. Las personas que buscan la santidad están llamadas a ver al prójimo con comprensión y a actuar en consecuencia, creando así un entorno propicio para la conexión humana y alejado de la indiferencia.
Santidad es entonces sinónimo de habilidad para las relaciones humanas, para establecer vínculos y alianzas empáticas con los demás. Santa es la persona que sabe cómo relacionarse de manera adecuada y sincera, madura y libre en la amplia gama de relaciones sociales que todos los seres humanos tenemos. Santidad es saber ponerse en la piel de los otros, captar con hondura sus sentimientos, necesidades, motivaciones y estados de ánimo, por complejos u ocultos que sean.
En el contexto de la pandemia, el papa Francisco nos recordó: «El creyente, contemplando al prójimo como un hermano y no como un extraño, lo mira con compasión y empatía, no con desprecio o enemistad. Y contemplando el mundo a la luz de la fe, se esfuerza por desarrollar, con la ayuda de la gracia, su creatividad y su entusiasmo para resolver los dramas de la historia»[2].
La santidad como bondad
Las relaciones interpersonales son la base de la vida en sociedad y se dan de distinto modo en numerosos contextos cotidianos (matrimonio, familia, amigos, trabajo, ciudadanía, etcétera).
La tolerancia y el respeto son pilares fundamentales para una sana y constructiva relación social. Desde una perspectiva moral, son una expresión de bondad, y por eso son un requisito para la santidad. La búsqueda de la santidad implica el reconocimiento de la dignidad divina en cada ser humano, independientemente de sus creencias e ideologías. Al practicar la tolerancia y el respeto, se construye un espacio en el que los otros se toman hermanos y donde las divergencias no son obstáculos insuperables, sino oportunidades para el crecimiento y la comprensión mutua.
No se puede ser santo sin ser bueno, y ser bueno es sinónimo de hacer el bien a los demás: tolerando y respetando, escuchando y dialogando, acogiendo y defendiendo, ayudando y sirviendo. Se trata de ser bueno y hacer el bien, como dice Simón Pedro: «Me refiero a Jesús el nazareno, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38).
Desde una bondad que se traduce en tolerancia y respeto, aquellos que buscan la santidad no pueden ignorar las injusticias y desafíos que afectan a la sociedad en su conjunto. La participación activa en la construcción de un mundo más justo, bondadoso y equitativo se convierte así en una expresión imprescindible de la búsqueda de la santidad.
Ese es el reto de los que queremos ser santos: lograr cambiar nuestra sociedad empezando por llenar de bondad nuestras relaciones interpersonales, que son la base de la personalidad humana y un factor ineludible en construcción de la ética social.
En palabras del papa Francisco: «Quien cultiva la bondad en su interior recibe a cambio una conciencia tranquila, una alegría profunda aun en medio de las dificultades y de las incomprensiones. Incluso ante las ofensas recibidas, la bondad no es debilidad, sino auténtica fuerza, capaz de renunciar a la venganza»[3].
Y por último, una buena
La autenticidad, la empatía y la bondad se pueden aprender, cultivar y ejercitar.
Y al hacerlo construimos un entorno propicio y un motor poderoso para el desarrollo de un mundo en el que la armonía, la fraternidad y el compromiso son los cimientos de nuestras relaciones interpersonales.
P. Marco Álvarez de Toledo, msps