El título de este artículo puede resultarnos molesto o, al menos, extraño. ¿¡Cómo que las enfermedades son minas de riquezas!? Más bien, son feas y dolorosas; limitan nuestra capacidad de actuar y de convivir con los demás.
Las enfermedades no son, por sí mismas, minas de riquezas, pero pueden serlo; también pueden ser pozos de amargura. Depende de nosotros. Muchas personas, con ocasión de una enfermedad, se volvieron más humildes, compasivas, pacientes, agradecidas. Otras se hicieron más agresivas, pesimistas, encerradas, depresivas.
Veamos lo que Concepción Cabrera le dice a su hija: «¡Qué pena que esté malita ella![1] […] ¿Cómo sigues? Cúrate sin decir que no a nada, sino a tu propio juicio y querer. ¡Qué minas de riquezas son las enfermedades bien sufridas por Dios!»[2]
Para que las enfermedades sean «minas de riquezas» se necesita que sean «bien sufridas» y «por Dios». Enfermedades «bien sufridas» son las que llevamos con paciencia, haciendo caso a las indicaciones de los médicos o de las personas que nos cuidan, quejándonos lo menos posible de los sufrimientos y molestias o de las deficiencias en la atención que nos dan.
Enfermedades sufridas «por Dios» son las que nos impulsan a pedirle al Espíritu Santo paz, fortaleza y paciencia; las que ofrecemos con amor, junto con la cruz de Jesucristo, por la salvación del mundo y nuestra santificación; las que nos hacen ver a las personas que nos atienden como sacramentos vivos del Padre misericordioso; las que nos hacen experimentar la presencia de María al pie de nuestra cruz.
Las enfermedades nos bajan del pedestal de nuestro orgullo: nos hacen tocar con la mano nuestra vulnerabilidad y limitación, nos hacen ver la necesidad que tenemos de los demás, nos recuerdan que algún día moriremos. Por eso, pueden ser «minas de riquezas».
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Tomado del libro: F. Torre, Con todo el fuego de tu corazón, La Cruz, México 2021.
¡Un abrazo muy fuerte, querido Fernando!