Aquella tarde Pedro miraba el mar y estaba más triste que nunca… Aquí estaba de vuelta, junto a su mar de Galilea de siempre, en el Cafarnaúm de siempre.
Pensaba cómo durante toda su vida el fue un pescador y que esa vida se había interrumpido por tres años cuando Jesús una mañana, después de la faena nocturna, apareció en su vida. Lo recordaba como si fuera ayer. Fue justamente aquí, donde él estaba. El sol de la mañana se levantaba plácidamente desde la otra orilla del lago y con Andrés, su hermano, estaba recogiendo las redes y doblándolas, como Dios manda, cuando aquel desconocido, de pronto, le dijo un “sígueme” al que no se pudo resistir, sacándole de su cotidianidad, para empezar a ser otra cosa: “pescador de hombres”, él dijo. Todavía no sabe qué significó aquello.
Ahí comenzó una aventura fascinante…con él; ¡cuántos momentos vividos juntos! ¡Cuántos recuerdos! ¡Cuántas esperanzas de vida nueva!…, pero ya todo había acabado…, y de la peor manera. Él había sido un traidor justamente cuando Jesús más lo necesitaba. Cada vez que piensa en su traición las lágrimas le empañan los ojos y el alma se le vuelve más pesada e insoportable. Los otros seis que están con él le miran con pena y no se atreven siquiera a consolarlo porque cuando lo intentan, Pedro se levanta furioso, se pone duro e impenetrable como una roca y no permite que nadie toque el fondo de amargura en el que se está sumergiendo y ahogando sin poder salir de él.
Juan, el muchacho, el hermano de Santiago, es el que más está al tanto de lo que le pasa y conoce perfectamente su amargura, tal vez porque era el que más conocía a Jesús y el que más le amaba de todos. Fue el único que estuvo con él en la cruz y el que nunca lo dejó solo. Precisamente porque Juan quería a Jesús y sabía que Pedro también lo hacía, conoce el color de los nubarrones del alma de Pedro y que no puede encontrar consuelo en nada ni en nadie.
Con frecuencia, cuando Pedro no advierte que Juan está cerca, este le oye susurrar:
«—¡Como pude haberle traicionado! ¡Cómo pude hacerlo!»,
…mientras se hunde cada vez más. Y es que Pedro se da cuenta de que las últimas palabras que Jesús oyó de él fueron de traición y lo último que vio él de Jesús fueron sus ojos, cuando se voltearon mirándole llenos de pena. Ahora, con la mirada perdida en el lago, se acuerda de aquel episodio con Jesús.
«—¿Por qué no aparece como aquella vez, cuando la tormenta era tan amenazante y él me dijo que fuera a él caminando por las aguas? Cuando me hundía estiró su mano para asirme y, sonriendo, me llamó hombre de poca fe…Y ahora, otra vez me hundo, me hundo sin remedio, porque él no está, ya no está. ¡Si pareciera que aquel momento era una profecía de lo que ahora me está pasando!».
Parece que las tornas han cambiado: ahora es él el pez atrapado en la red de su propio fracaso y desesperación. Nada puede hacer; su vida se ha convertido, de repente, en una red atenazante que le agobia. Es él el que necesita ser pescado, rescatado de esa red que le arrastra hacia una vida sin sentido que ya no quiere
Tratando de escapar de estos pensamientos se levanta y dice que se va pescar. Tiene que hacer algo para intentar escapar. Los otros seis para no dejarlo solo deciden también ir… Juan, como siempre, es el que se monta en la barca junto a él. Ni por un momento le quiere dejar solo y más ahora que se ha hecho de noche. ¡Quién sabe lo que se le podría ocurrir!
Más fracaso. Sin Jesús todo es un fracaso. Toda la noche entre la lucha de su propio agobio y la mar seca de peces. De vez en cuando Pedro se sienta en la popa con la mirada fija en el fondo del bote, mientras que Juan, simulando que está en la faena trasteando con las redes en la borda, lo vigila de reojo. El pensamiento de Pedro lo lleva a aquel día en que Jesús, en esta popa, se quedó dormido mientras estaban agobiados por el mar encrespado.
«—Ahora la mar está en calma, piensa Pedro, pero mi corazón te anhela como el ciervo herido que busca las fuentes de agua. ¿A dónde te fuiste que me dejaste con esta pena, con este gemido inconsolable?».
El mar, la noche…, parece que son símbolos de crisis, de lucha sin esperanza, de peligro, de infecundidad, de agobio vital y sinsentido…Así es la vida sin Jesús, piensa Pedro. Mira a Juan, y este, como adivinando sus pensamientos, asiente con la cabeza. Los dos están en la misma sintonía, saben perfectamente qué es lo que están experimentando, cuál es el deseo que crece cada vez mas fuerte en sus corazones. Parece que algo ha cambiado en el corazón de Pedro, pues, aunque su corazón está atenazado, su agobio se ha convertido en deseo. Parece que el haber tocado el fondo de su realidad ha sido como un impulso para salir a flote. Es como cuando uno se hunde y toca el fondo del mar, el mismo fondo le sirve de impulso para salir. Sí, el mismo impulso es su propio deseo: eso es lo que le podrá sacar de su estado.
Como hace luna, los otros, desde las otras barcas miran preocupados a Juan interesándose por el estado de Pedro. Les hace un gesto de tranquilidad y siguen con sus faenas moviendo las redes de aquí para allá arrastrándolas desde los botes.
Lentamente, otra vez, el sol se asoma por el otro lado del lago. Solo están a unos cien metros de tierra. La mañana es fresca, pero el trabajo de la noche es pesado y para hacerlo mejor se quitaron sus túnicas, además de por el calor de tanto esfuerzo. No tienen nada y pronto aparecerá la gente en la playa para comprar el pescado fresco, como siempre.
«— ¿Muchachos, han pescado algo?…»
«—¡El primero! Menudo latazo, piensa Pedro, no le dejan a uno ni tiempo para respirar. Soy yo el que necesita ser pescado, (quisiera gritar). ¡Soy yo!, ¿me entienden?».
Adivinando Juan el pensamiento de Pedro, le pone la mano en el hombro intentando calmarle. Los otros, desde las otras barcas, le contestan al desconocido:
«—¡No, no hemos pescado nada!».
«—¡Pues tiren las redes a la derecha de sus barcas, allí hay peces!», les contestó el de la orilla.
«—Pero… ¿habráse visto tamaña impertinencia? Pero… ¿pero es que piensa ese que no sabemos pescar? Además, ¿cómo puede ver desde la orilla eso?
Juan le dice a Pedro que una de las cosas que les enseñó Jesús era el confiar en Dios a pesar de las evidencias contrarias, a pesar de nuestras experiencias negativas, a pesar de nuestra certezas y convicciones;
«—en definitiva, Pedro, Jesús nos enseñó a superar nuestra debilidad, asumiendo nuestra propia debilidad, que es justamente lo que tú estás haciendo por dentro. Esto no es más que un signo externo del abandono que Dios te está pidiendo ¿no lo comprendes?. Haz caso a ese desconocido. Abandónate, arriésgate…»
Tan pronto comenzaron a sentir el movimiento de peces en los brazos que sostenían las redes hundidas, Pedro y Juan se miraron atónitos. Lo que aquel vio en la cara del muchacho le hizo saltar el corazón por los aires, pues Juan solo asentía llorando y riendo al mismo tiempo:
«— ¡Es el Señor, Pedro, es el Señor!»
De un salto, desnudo como estaba, Pedro se lanzó al agua sin ni siquiera pensarlo. Atrás quedaron aquellos días en que él se hundía en ese lago diciendo, ¡sálvame, sálvame que perezco! Ahora no había nada ni nadie que lo pudiera parar. «—¿Caminar sobre las aguas? ¡Me río de eso!», pensó. ¡Ahora volaba sobre ellas!. Si los Juegos Olímpicos existieran en Palestina en aquella época, Pedro hubiera sido el campeón de natación de los 100 metros libres con un récord que jamás nadie hubiera podido superar en la historia. Su deseo le lanzó como un motor fueraborda impulsa una embarcación del siglo XXI.
Mientras tanto, los otros remaban hacia la orilla, pues Juan les había advertido de lo que estaba pasando. No hacia falta decir nada, la experiencia de estar con Jesús resucitado lo llenaba todo. Él había hecho un fuego, vete tú a saber con qué, eso ni importa; el caso es que les tenía preparado el desayuno, el descanso, la comida. A Jesús le encantaba comer con ellos: una y otra vez lo hacía. Con los de Emaús hizo lo mismo, les dijeron. Cuando se les apareció el mismo día de la resurrección en la salta alta, quiso comer con ellos, también. A Jesús resucitado le encanta que nos sentemos a comer con Él, porque, en definitiva, el alimento es Él mismo. Y cuando les dio el pan, todos pensaron en la última cena que tuvieron juntos en que les habló de su cuerpo y de su sangre.
Luego se levantó y se llevó a Pedro aparte. Los dos se fueron caminando por la orilla de ese lago tan de ellos y tan nuestro, como tantas veces habían hecho. Se dieron cuenta los otros de que se trataba de algo privado e importante, por lo que Juan, el muchacho que se había convertido en un hombre, les hizo ademán de que les dejaran solos. Era el momento de Pedro, solo de él.
Se lo llevó con el brazo sobre su hombro. Los sentimientos de culpa tienden a hacernos pensar que Él nos está clavando la vista con una mirada severa como si nos dijera, “Tú, miserable tal por cual…”. Pero esto es una proyección de cómo nos sentimos, no de cómo Dios se siente. En cualquier caso, Pedro se sentía como si el dedo estuviera apuntándolo a él a medida que Jesús lo invitaba a su plática corazón-a-corazón luego de desayunar. Nótese el momento; no había ningún estómago vacío. Dios escoge el momento adecuado para estas confrontaciones exploratorias[1].
Juan escribiría más tarde, en griego, que Jesús le preguntó a Pedro si lo amaba y este le respondió que sí, que lo quería. Pedro no había advertido, al principio, que Jesús le hablaba de agapé; y a menos que nosotros lleguemos a entender este matiz, no percibiremos la extraordinaria profundidad de este intercambio y la dolorosa naturaleza de esta interrogación. ¿Me amas? La palabra amor que utiliza Jesús, en griego, agapé, no es traducible; significa, “¿Me amas con el mismo desinteresado amor que Yo te he mostrado? O también, ¿Me amas con el auto-donado amor que no busca recompensa?
La respuesta de Pedro fue,
«—Sí Señor, tú sabes que te quiero»
Pero Pedro no usa la misma palabra de amor que Jesús usa. De este modo, él no proclama la clase de amor que ha recibido; él simplemente dice, ‘Tú sabes que te quiero’. La palabra ‘amor’ que Juan pone en boca de Pedro se refiere a ‘amor fraternal’ o el cariño de amistad. En otras palabras, ‘Tú sabes que te quiero con mi afecto humano’, el afecto que las personas se demuestran normalmente unas a otras.
Y esto se repitió dos veces. A la tercera Jesús utiliza la misma expresión que utilizó al principio Pedro:
«—¿me quieres realmente como tú dices?»
Y Pedro se desmoronó resurgiendo, paradójicamente del abismo en que se encontraba, pues con todo conocimiento y verdad le contestó afirmativamente. Entonces fue cuando Jesús le repitió aquella palabra que al principio, hace tres años, no comprendió:
«—¡Sígueme!»
Pedro la comprendió por fin, y todos lo comprendimos con él. Pero tuvo que llegar hasta el fondo de su realidad para alcanzar, por fin, a Jesús Resucitado.
El evangelista Juan nos cuenta que Jesús, por último, le anunció a Pedro que moriría entregando la vida por Él. Y es que Pedro, al toparse de bruces con el Resucitado se sumergió en el agapé de Dios.
P. Eduardo Suanzes, msps
[1] Thomas Keating. Despertares. Cap.6