San José

P. Eduardo Suanzes, msps

El secreto[1] para desvelar la verdadera grandeza de José está en que él fue el responsable de la humanidad de Jesús. En la sociedad de aquel tiempo la responsabilidad de formar al niño, a partir de los 12 años de edad, recaía en el padre. José, pues, enseñó a Jesús el camino de su plena humanidad. Según la costumbre, lo tomó por su cuenta y le enseñó a ser hombre. Que José cumplió perfectamente esa misión lo descubrimos porque Jesús fue capaz de llegar a donde llegó.

En aquella cultura la relación padre-hijo se establecía, sobre todo, por la capacidad de imitación del hijo. Era buen hijo el que salía al padre, el que imitaba en todo al padre. Ahora bien, si el padre de Jesús era José, tendría la obligación de tenerle como modelo. Al crecer, Jesús se iba dando cuenta de que su Padre era Dios.  Una vez tenido claro, su Padre Dios fue su referencia. Sus paisanos llegaron a decir: ¿no es este el hijo de José? ¿De dónde saca todo eso? ¿Cuál es su referencia?

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Sábado III de Cuaresma. El fariseo y el publicano. Espiritualidad desde abajo

P. Eduardo Suanzes, msps

Existe en todo el Evangelio una línea, un hilo conductor[1],  que prima, que alaba  el no-ser. No es otro en definitiva el significado más profundo de la cruz en que Jesús no tiene «parecer, ni hermosura que atraiga, ni belleza que agrade». En esta parábola desconcertante del fariseo y el publicano, del evangelio de hoy, quien queda justificado no es el justo, el ayunador y el limosnero, sino el que nada tiene y ni siquiera es. Es tan poco el publicano, que está escondido, agazapado, encorvado al fondo, sin atreverse a levantar los ojos.

¿Y qué haremos los que somos ricos en tantas cosas, los que estamos hinchados, los que nos creemos buenos? ¿Es que no nos queda ninguna esperanza? ¿Acaso nunca saldremos justificados? La primera esperanza es que vayamos cayendo en la cuenta de que lo que nos salva no es lo que tenemos, sino lo que no tenemos, no es lo que somos, sino lo que no somos. Esa es la paradoja continua del Evangelio

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Sábado II de Cuaresma: Un padre tiene dos hijos. El mundo único constituido por tres personas

P. Eduardo Suanzes, msps

En el Evangelio del día de hoy, ya desde el inicio se nos subraya la «realidad»: un padre tiene dos hijos. La lacónica frase presenta un mundo único constituido por tres personas. La palabra «padre» alude a origen, mientras que la de «hijo» refiere algo que ha fluido de ese origen. Es el estadio original unitario en el que los hijos son-en-el-padre y el padre es-en-los-hijos. Pero ese estadio originario va a entrar en tensión enseguida, y esa unicidad va a ser rota[1].

La tensión va a venir en la parábola por la existencia de dos formas divergentes de «mirar» esa realidad: la del padre, siempre unitaria y unificadora, y la de los hijos. Ninguno de los dos hijos de la parábola «entiende», o «ve» a su padre como quien realmente es: el origen que les constituye.

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Sábado I de Cuaresma: la llamada de Jesús a vivirnos desde nuestra identidad

P. Eduardo Suanzes, msps

La llamada al amor es siempre seductora. Seguramente, muchos acogían con agrado la llamada de Jesús a amar a Dios y al prójimo. Era la mejor síntesis de la Ley. Pero lo que no podían imaginar es que un día les hablara de… ¡amar a los enemigos![1]

Los oyentes le escuchaban escandalizados. ¿Se olvida Jesús de que su pueblo vive sometido a Roma? ¿Ha olvidado los estragos cometidos por sus legiones? ¿No conoce la explotación de los campesinos de Galilea, indefensos ante los abusos de los poderosos terratenientes? ¿Cómo puede hablar de perdón a los enemigos, si todo les está invitando al odio y la venganza?

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Día 3 de marzo – La muerte de Concepción Cabrera

P. Carlos Francisco Vera Soto, msps

Conchita se encontraba viviendo con su hijo Ignacio y su nuera Isabel y su familia, en su casa de Altavista 16, barrio de San Ángel, de la Ciudad de México; así que estuvo totalmente asistida y rodeada del amor de su familia, hijos y nietos.

En diciembre de 1936 Conchita se enfermó de una grave bronconeumonía que lograron curarle, pero la dejó herida de muerte. Tal vez las mismas medicinas para dicha enfermedad, afectaron el funcionamiento de los riñones y le provocaron una uremia, es decir, un conjunto de síntomas cerebrales, respiratorios, circulatorios, digestivos, etc., producido por la acumulación en la sangre de los productos tóxicos que, en estado general normal, son eliminados por el riñón y que se hallan retenidos por esa insuficiencia. Esta uremia fue agravándose cada vez más. Los miembros inferiores se llenaban de líquido en proporciones que los deformaban en forma monstruosa, al grado de tener que hacerle punciones dolorosísimas para extraerle el líquido, lo cual se complicó con erisipela a principios de febrero. El 21 de febrero de 1937 la ciencia médica se declaró impotente. Todas esas semanas sufrió con admirable paciencia agudísimos dolores, sin poder apoyar los pies y sin poder recostarse en su lecho, sino sentada en un sillón. Por tanto, la causa de su muerte fue la uremia.

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Sábado después de ceniza: la comida con publicanos y pecadores

P. Eduardo Suanzes, msps

Sirva de introducción al comentario del texto evangélico de hoy el decir que el tema de las «comidas» en los evangelios tiene un significado teológico que, por supuesto, va mucho más allá que la mera anécdota del comer[1]: en los relatos de comidas abundantes, Jesús aportando alimento (pesca abundante, pan hasta saciarse…) es, así, presentado por los evangelistas como el portador de la misericordia de Dios que alimenta a su pueblo. Jesús calma el hambre de la multitud, proporciona pesca abundante, invita con vino nuevo a la fiesta del amor de Dios (bodas de Caná). El Reino ha empezado. Se ha inaugurado el tiempo de la fiesta donde se comparte el amor de Dios que libera de toda atadura (incluida la pobreza y el hambre).

 

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